La segunda cesión del castillo de Montjuïc
El Estado español regala tan pocas cosas a Barcelona que, cuando lo hace, se ve obligado a multiplicar por dos el efecto propagandístico de su generosidad. Es decir, regala dos veces la misma cosa. Por ejemplo, el castillo de Montjuïc.
Me ha sorprendido que en la aceptación pública bastante entusiasta del reciente regalo de Zapatero no se haya mencionado con suficiente prioridad que se trata, si no ando equivocado, de una simple repetición. Quizá me falle la memoria, pero creo que hay constancia de que ese castillo ya fue cedido a Barcelona en 1960 para destinarlo a museo militar. Fue un regalo de Franco a Porcioles en unos términos que debieron de quedar poco claros porque, a pesar de la transferencia, el ejército español ha tenido hasta ahora una presencia bastante decisiva en la organización, en los contenidos y en una posible ideología ambiental que ha provocado incluso algún escándalo público. ¿Es que esta segunda cesión completa o corrige la primera y establece una definitiva libertad de uso sin imposiciones franquistas o posfranquistas, o es que los protocolos de estas cesiones, con su carácter críptico administrativo, son tan livianos que permiten perfeccionamientos y desviaciones posteriores o simplemente un nuevo uso propagandístico? No estaría mal que alguna autoridad bien informada aclarara la situación, aunque sea para evitar, con una nueva interpretación, una tercera cesión solemne y ampulosa al cabo de otros 44 años.
He entendido que esta segunda cesión va ligada a un cierto compromiso -que puede provenir del deseo del donante o de las sugerencias del receptor- de montar en él un museo de la paz, un museo contra la guerra que vendría a compensar el que se inauguró durante el franquismo, dedicado al ejército, a la exaltación técnica e ideológica de la guerra y, directa o indirectamente, a algunos símbolos del régimen y sus parientes fascistas. El nuevo museo compensaría, aunque fuera simbólicamente, la historia negra del propio castillo, con sus episodios carcelarios y los fusilamientos de las sucesivas represiones políticas que han aureolado trágicamente aquel antro a lo largo de la historia moderna de Cataluña.
No sé en qué términos se ha establecido este convenio, pero en principio no me parece un gran acierto el prejuicio de ese museo si es que se trata de una imposición precisa. Por dos razones. La primera es que -al revés de lo que algunos opinan, marcados quizá por la oposición a los actuales contenidos- el castillo es una pieza arquitectónica muy importante situada, además, en uno de los pocos puntos neurálgicos del skyline de Barcelona. Ha sido muy mutilado por las sucesivas adaptaciones cuartelarias -y poscuartelarias, seguramente las peores-, pero es muy fácil restaurarlo e incluso mejorarlo en términos paisajísticos y en términos simbólicos, ya que su propia historia -desde la heroicidad a la abyección- es extremadamente aleccionadora. Me parece que antes de decidir un contenido museístico habría que empezar mostrando el edificio tal cual es y asegurar su asentamiento en el perfil de la montaña y en la continuidad pública del parque. El castillo debe ser, por lo tanto, un objeto al servicio del urbanismo general de la montaña y de la propia historia, que en sí misma ya puede ser, si no un total alegato a favor de la paz, una dura crítica contra la guerra y la represión a lo largo de los siglos y de los avatares políticos, entre los cuales sobresale la lucha de la ciudad contra la doble vigilancia borbónica a norte y sur, es decir, la Ciutadella y Montjuïc.
El segundo reparo es la dificultad de definir qué pueda ser un museo de la paz y, por supuesto, contra la guerra. Me parece un tema no museográfico que puede caer en un frecuente error conceptual. Porque hay muchas clases de guerra y algunas pretenden -o parecen pretender- la reivindicación de la justicia y la libertad, dos factores indispensables para una paz auténtica, al margen de los poderes falsamente paternalistas que confunden la paz con el orden impuesto unilateralmente. Me temo que puede ser una repetición de esas exposiciones ocasionales que traducen en imágenes poco convincentes las ideas generales -de no muy largo alcance- que tienen sólo su adecuada expresión en los manifiestos y hasta en los manuales. Y siempre con el peligro de confundir paz con pacifismo, el orden de la justicia con la imposición del silencio a las voces que quieran iniciar una reivindicación.
Una última consideración. Hace muchos años que no he visitado el Museo Militar; pero recuerdo que, aparte de infinitas supercherías e incluso recuerdos de episodios perfectamente olvidables -si no es para manifestar el desprecio y la condena que merecen-, hay algunos objetos de valor, pertenecientes a la industria, al arte y a la artesanía de los instrumentos de guerra. Algunos de ellos provienen de la donación o depósito de Frederic Marès, el emérito coleccionista omnipresente. Si se desmontan estas colecciones, ¿qué previsiones hay para su reconversión museística? El concepto de paz justa en términos expositivos puede llegar a abarcarlo todo, desde la revolución necesaria para imponer la justicia hasta la vigilancia armada para obligar al cumplimiento de la ley. Pero lo que no parece justificable es la simple industria de guerra por su autonomía mercantil respecto a los posibles beneficios sociales. Y el antecedente de esta industria debe ser la artesanía de las armas, en la que, no obstante, se puede hablar todavía de categoría artística. ¿Pasarán esas piezas a aumentar los fondos ya tan heterogéneos del futuro Museo del Diseño?
Oriol Bohigas es arquitecto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.