Fidel Castro, asesor electoral
Si, por obra de un prodigio, Fidel Castro se quedase un día sin trabajo, bien podría sentar plaza como asesor electoral latinoamericano, en pie de igualdad con nombres tan bien establecidos en el mercado como el de Joe Napolitan. Pocos líderes políticos en el mundo han seguido tan exhaustivamente tantos procesos electorales como lo ha hecho el dictador de Cuba desde que tomó el poder en 1959. Para él no se ha tratado únicamente de predecir con tino, cada cuatro años, quién será el nuevo presidente de los Estados Unidos, sino también de actualizar permanentemente -por razones de supervivencia- el cambiante mapa político de las naciones latinoamericanas.
Entre tanta grotesca paradoja como sabe ofrecer América Latina destaca el espectáculo de las tomas de posesión de muchos de nuestros presidentes electos en las que, invariablemente, la vedette es el anciano dictador de Cuba, país que no ha conocido elección presidencial alguna desde hace más de cincuenta años, si se toma en cuenta que el predecesor de Castro en el "cargo", Fulgencio Batista, encabezó un golpe en 1952 precisamente para frustrar unos comicios.
La formalidad de invitar al dictador cubano a su toma de posesión quizá sea el modo menos costoso que tiene un mandatario latinoamericano de hacer profesión de fe antiimperialista sin malquistarse demasiado por ello con el Departamento de Estado, acostumbrado ya a tan venial especie de desplante en el vecindario. Característicamente, tan pronto Castro regresa a La Habana, el mandatario electo -casi siempre un ex populista de reciente conversión a la fe neoliberal, asesorado por doctorandos de la "escuela de gobierno" John F. Kennedy en Harvard University- está en libertad de hacer lo que le venga en gana.
Lo que cuenta es el gesto. Lo que cuenta es haber invitado al hermano réprobo y sentarlo a una mesa lo más cercana posible de la del embajador gringo, aunque inmediatamente después se proceda a poner en vigor un electrocutador plan de ajustes económicos aprobado por el llamado "consenso de Washington". No sin razón, V. S. Naipaul ha llamado "gesticuladores" a nuestros políticos.
En Venezuela aún recordamos la coronación que Carlos Andrés Pérez organizó para su segundo periodo presidencial, en febrero de 1989, y el duende desplegado por Castro con el que literalmente fascinó a las empingorotadas damas del cotolengo del Country Club apenas días antes del "caracazo", el sangriento estallido de motines y saqueos con que la población inerme reaccionó ante uno de los primeros y más drásticos planes de ajuste macroeconómico propugnados por el FMI y el Banco Mundial en nuestro continente.
Pero para Castro esto de acudir a las tomas de posesión no es gesticulación, ni mero asentimiento al protocolo diplomático y al espíritu de convivencia entre naciones vecinas cuyos modelos políticos difieren. Mucho menos sus visitas de Estado traen implícitas un respetuoso acatamiento a la voluntad electoral de los pobladores del país anfitrión. Aunque detesta la sola idea de una elección en su propio país -mejor dicho: quizá por eso mismo-, Castro hace siempre todo lo que esté a su alcance por influir en los resultados electorales ajenos.
Desde 1959 no han faltado en nuestros países candidatos que, más o menos inclinados a la izquierda, gocen de una ocasional simpatía mayoritaria y amenacen el statu quo. A veces han ganado elecciones, a veces no. Invariablemente, Castro ha apostado por ellos a pesar de haber mostrado siempre, en público tanto como en privado, su autócrata desprecio por la democracia representativa, un desprecio que se articula doctrinariamente en tonantes tópicos sobre la corrupción de los partidos "burgueses", en su preferencia por la llamada "democracia directa", todo ello muy del gusto de los autócratas totalitarios, llámense Benito... o Fidel.
En la prolongada crisis política que acogota desde hace varios años a Venezuela, Castro ha puesto al servicio de Hugo Chávez su larga experiencia como observador y pronosticador electoral. Y se hace pagar con barriles de petróleo, vitales en lo que, a su vez, se deja ver como la etapa terminal del régimen cubano.
Pero, a diferencia de los asesores electorales al uso, Castro no es un consejero prolífico en ideas publicitarias. Es, más bien, un asesor con una única sugerencia que hacer. Está en su naturaleza autocrática el que su invariable recomendación sea siempre la misma: "No te cuentes".
Fue éste el consejo que, según testimonio de Luis Miquilena, ex ministro de relaciones interiores en el primer Gabinete de Chávez, Fidel Castro dio al venezolano en el curso de una de las inefables cumbres iberoamericanas, hace ya un par de años.
Desde luego, no falta quien hoy discurra contra los hechos consumados y asegure que en 1979, apenas derrocada la dictadura somocista en Nicaragua, Castro habría recomendado a los sandinistas que llamasen a elecciones inmediatamente para así aprovechar el enorme predicamento con que entonces contaban entre su pueblo.
Lo cierto es que, puestos en el trance de ir a una elección que no tenían ya manera de ganar, ese "no se cuenten" fue la única recomendación que Castro supo dar a los sandinistas so pena de perder el poder absoluto y convertirse -esto es lo más grave, desde el punto de mira de un revolucionario- en lo que hoy son: un partido más, sujeto a las alternancias de la vida democrática pautada en periodos constitucionales, en leyes de partidos políticos, en normas que condicionan la reelección, etc.
Joaquín Villalobos, el antiguo jefe guerrillero salvadoreño que en los años ochenta comandó una de las facciones militarmente más exitosas del "Frente Farabundo Martí", cuenta en su haber la que quizá sea la experiencia más esclarecedora en lo que atañe a las expectativas de Fidel Castro ante el referéndum revocatorio que, mal de su grado y pese a todas sus tretas dilatorias, se le viene encima a Chávez.
Al cabo de una sangrienta guerra que en una década cobró 40.000 vidas salvadoreñas, Villalobos -al igual que otros comandantes guerrilleros- se decantó por una salida negociada al conflicto armado que condujera a una elección general y a la normalización democrática de la vida política en su país. En ello coincidían, desde su propia perspectiva, importantes factores de la derecha y del ejército.
La de Villalobos ha sido, hasta ahora, una excepcional biografía latinoamericana en lo que tiene de superlativas mutaciones: de mítico jefe guerrillero en cuyo "honor" la mismísima CIA dispuso una unidad dedicada exclusivamente a lograr su eliminación física, ha pasado a ser, hoy día, un respetado experto internacional en la negociación de procesos de paz al tiempo que cursa un doctorado en ciencias políticas por la Universidad de Oxford.
Fue allí donde hace unas semanas le hice esta pregunta: "¿Cómo se tomó Fidel Castro la noticia de que uno de los ejércitos guerrilleros más formidables que él haya podido apoyar jamás -casi 20.000 hombres en armas- se disponía a negociar la paz y, ¡horror!, a discutir los términos en que había de participar en una elección general?".
-Al principio, cuando le comuniqué nuestras intenciones de ir a un proceso de paz -respondió Villalobos-, noté que sus opiniones y consejos eran los de quien supone que lo que procurábamos era una tregua para reagruparnos, acumular fuerzas para un asalto final. Pero cuando supo lo de las elecciones, ahí sí, ya no lo volví a ver.
Quise entonces saber si decía lo de "ya no lo volví a ver" en sentido figurado. Enfáticamente, Villalobos me dijo que no, que hablaba en sentido estricto: "Le hablé a Fidel de elecciones y no supe más de él. Hasta el sol de hoy".
Dejando a un lado el hecho políticamente relevante de que el referéndum revocatorio que desesperadamente Chávez intenta frustrar fue invención suya, basta ver la desmañada sucesión de arbitrariedades con que ha opuesto un obstáculo tras otro a la salida electoral a nuestra crisis, para concluir que Chávez ha resultado un pésimo ejecutante de las admoniciones de Castro.
En el proceso ha acumulado poderes casi omnímodos -al lograr someter el poder judicial al Ejecutivo, por ejemplo-, pero ha sido a costa de perder legitimidad y auctoritas justo cuando un clima claramente electoral -y no golpista- ha logrado instaurarse al fin en Venezuela.
La tesonera unicidad de propósitos en torno al referéndum revocatorio del mandato presidencial que han mostrado todos los factores demócratas venezolanos, agrupados en la opositora Coordinadora Democrática, ha logrado "romper el servicio" de Chávez al obligarlo a someterse a una consulta refrendaria bajo la observación de la OEA y el Centro Jimmy Carter para la Paz.
Ello entraña no sólo una derrota para la derecha militarista venezolana que en abril de 2002 confiscó arteramente el civismo de la mayoría de la oposición, sino también para el principal asesor electoral de Chávez.
¿Cuánto tardará Fidel Castro, el siempre pragmático, en no querer ni ver a su tutelado?
Ibsen Martínez es escritor venezolano.
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