El tiempo de la amistad
La coincidencia junta ahora en el elenco español de los premios (y en este caso, de los premios justos) a dos hombres que han hecho del silencio una teoría y también un poema. Los temas de ambos son la amistad y el tiempo; confundidos, los dos asuntos son la esencia de sus vidas.
Emilio Lledó y José Manuel Caballero Bonald son habitantes de un tiempo parecido (uno, Lledó, nació en Sevilla en 1927, y Caballero vio la luz en Jerez un año antes, ambos en noviembre, lo que son las cosas), y no son sólo dos compañeros de generación; en ambos alienta, y en cada uno a su manera, la preocupación por hacer de la palabra un símbolo, y del silencio que está dentro de las palabras un universo en el que habitan sus modos similares de contemplar la propia melancolía. Los dos tienen memoria civil de la guerra, y a los dos los dejó al rojo vivo la continua experiencia del franquismo. Están comprometidos.
Cada uno a su modo contó la rabia de vivir en aquel tiempo, y en el remanso primaveral que vino después tampoco podría decirse que estuvieron quietos; al contrario, contribuyeron al despertar de muchos otros, y hace nada uno habló de los hedores terribles de las guerras y el otro volvió a escribir poesía para lanzar espuma roja contra la violencia infinita de este tiempo.
Lledó es un entusiasta, pero a eso ha llegado como quien le da la vuelta al aire, aprendiendo, siempre aprendiendo de los otros y también de las circunstancias que el dolor le puso enfrente. Hace nada, mientras escuchaba Carrusel deportivo, traducía para un alumno una carta en la que Séneca explicaba su asma. Su sustento no es sólo la filosofía, que es su material didáctico y también la principal sombra de su pensamiento; su modo de ser es el de la poesía, ésta le ha dado lenguaje y duda, y su esperanza es la amistad, el esfuerzo por hacer de la amistad un concepto y un ánimo, una forma de ser. Como recientemente lo han convertido en sabio oficial y mediático, se corre el riesgo de que los demás lo confundan: es un filósofo, tan sólo eso, es decir, un poeta.
Y Caballero es un escéptico; para llegar a esa perfección se ha valido de la mirada: pasea por la habitación del mundo como si estuviera encerrado en un cuadro desde el que se ve todo con ironía, sin convencimiento. Hay un cuadro catalán del XVII donde ha creído ver su retrato, y a veces piensa si no será cierto que él es uno que pasea por aquí viniendo de otro mundo. Cuando publicó su última poesía completa (Somos el tiempo que nos queda, Seix Barral) declaró que tenía que pasar un cataclismo para que otra vez volviera a hacer versos. Poetas como él pueden llamar cataclismo a la brisa inclemente de una playa de Cádiz, de modo que ya está escribiendo otra vez: hasta en silencio escribe, eso se ve en sus ojos, y también en los ojos de su igual en aquel cuadro viejo en el que una vez vio su propio retrato. De su generación había en el jurado del premio que le dieron ayer otro sobreviviente, Ángel González. Como en Lledó y en él la amistad son tanto como la vida (Lledó escribe ahora su libro sobre la amistad), este premio es también un saludo, una manera de abrazarlo al atardecer de esta vida.
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