Una ciudad desierta
Los ciudadanos de Roma contribuyeron a que la visita de George W. Bush, considerada de alto riesgo, transcurriera sin grandes problemas. Lo hicieron desapareciendo: los transportes resultaban dificultosos, el centro estaba acordonado, inquietaba la posibilidad de disturbios y, por encima de todo, era un viernes de junio. Teniendo en cuenta las circunstancias, gran parte de la población decidió tomarse un fin de semana largo y desapareció, dejando la ciudad a la apabullante comitiva estadounidense, a los 10.000 policías llegados de toda Italia y a los turistas.
Nadie saboteó las vías del metro, pero los convoyes circularon casi vacíos. La mayoría de las escuelas cerraron o se limitaron a acoger de forma simbólica a un puñado de alumnos. Los centros de trabajo funcionaron a medio gas. Roma vivió una jornada extraña y semifestiva.
El vacío dejado por quienes se esfumaron permitió que la caravana del presidente de Estados Unidos circulara a toda velocidad sin causar aglomeraciones. Los 35 coches de Bush, todos negros, todos blindados, se movieron principalmente por la margen derecha del Tíber, el lado trasteverino. Bush, a bordo de un Cadillac de cuatro toneladas, con blindaje antimisiles y con varios disparadores de gases distribuidos por la carrocería, se permitió incluso bajar la ventanilla en algunos tramos y sacar el brazo para saludar. En las aceras había sólo policías armados hasta los dientes, pero el gesto resultaba fotogénico en cualquier caso.
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