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LA POSGUERRA DE IRAK
Columna
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Comparación odiosa

Indignación han producido en algunos israelíes y, por supuesto, en muchos puristas de la cómoda diáspora que nada menos que Yosef Tommy Lapid, ministro de Justicia del Gobierno de Israel y único miembro del Gabinete superviviente del Holocausto, comparara el dolor de una madre en Gaza, en estos últimos días de pesadilla en Rafah, con el que recordaba de la suya, a la que los nazis arrebataron su casa, su pasado y su sustento y logró salvarse por muy poco del exterminio general en los campos de las altas chimeneas. Le acusan de traicionar a las víctimas del Holocausto y haber hecho paralelismos entre seis millones de muertos y los cuarenta muertos de esta semana. Tristes son los ataques a Lapid porque califican a quienes los hacen, rezuman falta de compasión y demuestran haber hecho la peor opción moral posible que es la de no distinguir entre víctima y verdugo. Los verdugos nunca son comparables entre sí. Siempre falla algo. Pocos hoy dudarán de que Hitler y Stalin fueron genocidas y, sin embargo, hay que simplificar mucho para equipararlos, para no distinguir entre la demencial pero sofisticada ingeniería social del crimen industrializado y la brutalidad artera caucásica. ¿Pol Pot un poquito peor que Castro, pero quizás algo mejor que Pinochet y en todo caso más educado que Idi Amín? Realmente son comparaciones difíciles de soportar intelectualmente.

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Pero las víctimas sí pueden compararse siempre porque además suelen ser desde el instante en que se les impone tal condición, muy parecidas cuando no iguales. En su dolor, su desesperación y su angustia. Lapid equiparó el dolor de las víctimas con la misma lógica compasiva con que los prisioneros iraquíes muertos a manos de unas bandas encanalladas de soldados y mercenarios norteamericanos pueden compararse a cualquier víctima de la Gestapo durante los 12 años del Tercer Reich o a los torturados en la Liubianka o cualquier CK soviética. Esto no tiene nada que ver con los grotescos lemas que comparan a Bush con Hitler, a Sharon con Mussolini y a Aznar con Franco, recurso infame y mentiroso que parece gozar de nueva popularidad entre nuestra chavalería.

Las víctimas se pueden asociar siempre, independientemente de su procedencia. Las parejas jóvenes engullidas por la Escuela Mecánica de la Armada argentina han de ser en nuestra memoria pero también objetivamente, en sus últimos momentos, plenamente identificables con Javier Ibarra y Bergé que murió con las piernas podridas en el agua del zulo donde ETA lo mantenía. O con su hijo Cosme que no pudo soportar el dolor del tormento que literalmente heredó de las horas finales de su padre y decidió poner fin al mismo por su cuenta. La mujer palestina que lloraba en Rafah hace unos días evocó al ministro Lapid los llantos desencajados de su madre judía hace más de sesenta años que son los mismos de la madre de Joseba Pagazaurtundúa y las lágrimas de las madres iraquíes, norteamericanas y británicas y de las españolas de nuestros soldados y miembros del Centro Nacional de Inteligencia. Las madres de los muertos, símbolo de la víctima desde tiempo inmemorial y precristiano, tienen que "poner el grito en el cielo" ante la mayor tragedia que un ser humano puede sufrir. Y su grito lo guía siempre, en cualquier lengua, una extraña melodía, en lo que se convierte en un coro espontáneo de víctimas que durante la primera guerra mundial, la Gran Guerra, se decía que podía oírse en Francia y Alemania, en Austro-Hungría e Italia, de un pueblo a otro y a veces cruzando las trincheras y alambradas.

Quienes no pueden asociarse nunca son los verdugos que cuando dejan de serlo en impunidad huyen en desbandada intercambiando acusaciones. En la cadena de mando del Ejército norteamericano en Irak se demuestra ahora de forma tan eficaz y demostrativa como sucedería si los artilleros del carro de combate israelí que disparó el viernes contra una manifestación en Rafah matando a mujeres y niños tuviera que comparecer ante un tribunal internacional y como sucedió entre aquella banda de cobardes que compareció en Núremberg y en juicios posteriores. Sólo tenían en común las ansias de culpar al cómplice. Pero tampoco hay asociación posible entre todo ese ejército de opinión pública carente de compasión, que sólo ve pena en las lágrimas de la madre propia y ninguna en todas las demás, compañeras del coro. Lapid, que sabe de dolor, ha visto al coro, recordado a la madre y sentido compasión. Es, frente a tanta comparación odiosa, una que le confiere dignidad y le eleva sobre la mugre moral de la prepotencia de Sharon, las trampas criminales de Arafat y el páramo infinito de indigencia política del presidente George W. Bush.

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