_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nuevo Gobierno en un ciclo nuevo

Poco me gusta, pero por una vez, y sin que sirva de precedente, voy a empezar refiriéndome a un artículo que publiqué en este periódico el 21 de enero. Relacionaba las elecciones del pasado 14 de marzo con las celebradas el 1 de marzo de 1979 por el hecho de que ambas se hayan celebrado al inicio de una etapa de nuestra historia constitucional. En los 25 años que ha durado la que acaba de concluir, se ha consolidado la democracia y hemos conseguido integrarnos en Europa, generando un desarrollo económico y social verdaderamente deslumbrante. Podemos estar satisfechos, pero no hay bien, ni mal, que dure cien años. Pese a que la historia sea un proceso continuo, únicamente resulta inteligible si sabemos periodizarla.

Entiéndaseme bien. Dejaba constancia de un cambio de ciclo, no del triunfo electoral del PSOE, que me ha cogido tan de sorpresa como a la mayoría de la gente, convencido como estaba de que la principal ventaja del PP era que ofrecía cambio y continuidad a la vez. Abandonaba voluntariamente el escenario un presidente que en los dos últimos años, al actuar cada vez más de espaldas a la opinión pública, había acumulado una hostilidad creciente, pero el partido garantizaba continuidad en los ámbitos en los que los logros parecían satisfactorios. Todo lo más, el PP podía perder la mayoría absoluta, pero en ningún caso dejar de ser el partido más votado.

Después del atentado, mientras predominó la opinión oficial de que se trataba de una matanza de ETA, incluso creí asegurada la mayoría absoluta del PP. Una población consternada no suele estar dispuesta a hacer experimentos, sino que busca más bien refugio en la ley y el orden. Viví en Madrid la jornada de reflexión de manera muy tensa, consciente de la manipulación del Gobierno, pero también de las dificultades, que me parecían insalvables, de que, pese a los esfuerzos de la SER, fuera de círculos muy restringidos, los españoles conociesen la verdad. Las cosas cambiaron por completo cuando, hacia las siete de la tarde, Mariano Rajoy apareció en televisión acusando a la izquierda de acosar las sedes del PP, lo que dio al PSOE la ocasión esperada para denunciar las mentiras del Gobierno. Una televisión tan manipuladora como la oficial no pudo evitar que hasta al último rincón de España llegase el mensaje socialista de que el Gobierno había ocultado sistemáticamente la verdad. La intervención televisiva de Rajoy contribuyó a que se movilizase ese voto de izquierda que suele quedarse en casa.

Insisto, en mi artículo anunciaba el comienzo de un nuevo ciclo, no que se produciría la alternancia, algo, por lo demás, que pertenece a la normalidad democrática y que de por sí no suele comportar grandes cambios, excepto para los miles de personas que ocupan cargo o que lo pierden. El hecho que importaba y sigue importando recalcar es que comienza un nuevo ciclo, primero, en Europa, como consecuencia de la ampliación, que comporta una dinámica nueva que otra vez nos relega a la periferia. Habrá que esforzarse mucho para que esta posición no implique bajar un escalón. Pero también en España inauguramos una etapa nueva, que queda patente en la necesidad de tener que reformar una Constitución que ha cumplido bien 25 años. Es menester concluir el proceso autonómico -lo llevamos diciendo ya demasiados años- definiendo las asimetrías que imponen las distintas historias peninsulares y creando las instituciones que permitan cooperar entre sí a las distintas nacionalidades y regiones, con el fin de fijar ya de manera definitiva el "Estado resultante". Un objetivo que, obviamente, requiere la reforma del Senado, aunque no baste con ello.

En mi artículo proponía que se aprovechase la reforma constitucional para eliminar la provincia como distrito electoral, medida indispensable si queremos una ley electoral más equitativa y que, además, resuelva la vergüenza de las listas cerradas y bloqueadas que dan a las cúpulas de los partidos un dominio excesivo sobre los diputados. Pese a que se recurra de nuevo al discurso de la regeneración democrática, avance tan decisivo no tiene visos de entrar en el orden del día, ya que la deformación que produce la provincia beneficia a los dos grandes partidos y a los nacionalistas en sus territorios. Izquierda Unida puede pasar del 5,41% en el 2000, al 4,96% en el 2004 de los votos y perder el 50% de los escaños, sin que tamaña desproporción produzca el menor escándalo. No faltan incluso los que consideran una virtud añadida del sistema electoral establecido el que, a nivel del Estado, favorezca la concentración de los escaños en dos grandes partidos, reduciendo a mínimos la representación de un millón y cuarto de votantes de Izquierda Unida.

En cambio, modificar el orden de sucesión de la Corona con el argumento de corregir la discriminación de la mujer me parece superfluo y casi demagógico. Aunque reconozco su valor simbólico, esta reforma no mejora lo más mínimo la situación real de la mujer y ocupa un lugar muy atrás en la larga lista de posibles mejoras de la Constitución. Si en este ámbito se quiere evitar discriminaciones, habría que empezar por eliminar la de mayor peso, el derecho de una sola familia a la jefatura del Estado. Si por razones históricas, y otras más pragmáticas, se prefiere conservar la Monarquía (los españoles somos monárquicos funcionales), aceptemos las normas tradicionales, y la ley sálica es una que importamos con los Borbones, cuya modificación ya nos trajo tres guerras civiles.

En suma, importa poner énfasis en el hecho de que, a diferencia de 1979, haya coincidido el cambio de ciclo con el de Gobierno. El que sorprendentemente haya sido así podría facilitar el acomodo a las nuevas circunstancias, si es que no se comete el error garrafal de tratar de actualizar la política que llevaron a cabo los socialistas en los ochenta. En aquel periodo tal vez no cupiese más que una política económica que nos acercase a Europa, sin emplearse a fondo en realizar la socialdemócrata clásica, lo que trajo consigo, entre otras cosas, el enfrentamiento con los sindicatos. En los ochenta se saltó de un vago marxismo a un liberalismo duro y puro, sin rozar siquiera la socialdemocracia; mi temor es que hoy se intente hacer una política socialdemócrata de libro, cuando ha pasado la coyuntura. En un momento en que el Estado de bienestar se ha desplomado en el resto de Europa -la situación de Francia y Alemania no admite falsas esperanzas al respecto-, tratar de impulsarlo en las circunstancias actuales no puede más que llevarnos al fracaso. Por otro lado, continuar la tendencia conservadora de privatizar la política social es condenarse a desaparecer como alternativa de izquierda. Inventar una política social de nuevo cuño, sin reproducir la que ya se ha desplomado en Europa, es el reto, tan difícil como urgente, que tiene planteado el nuevo Gobierno. De ahí que el primer obstáculo al que tiene que enfrentarse sea un programa electoral hecho sin el convencimiento de que se ganarían las elecciones, acumulando deseos y buenas intenciones para contentar a todos, con el resultado de que muchas de sus partes son inaplicables, o están demasiado pegadas a un pasado definitivamente ido.

En un tema quiero detenerme por su enorme relevancia: todos estamos de acuerdo en que la política educativa y la científica han de tener prioridad absoluta, al depender de ellas el desarrollo económico, pero también el social -ambos van estrechamente unidos-, de modo que sólo si contamos previamente con ciudadanos capaces y responsables -libres de las ligaduras y dependencias que tejieron las instituciones desfasadas del anterior Estado de bienestar- podremos elaborar una nueva política social; no sirve la anterior, pero tampoco renunciar a ella, como quiere el viejo y nuevo liberalismo. En el primer periodo de gobierno socialista hubo que centrar la política educativa en universalizar la educación, escolarizando a toda la población y ampliando muy significativamente los sectores sociales que tuvieron acceso a la educación secundaria y universitaria. Pero se pagó un alto precio al descuidar la calidad de la enseñanza, que si no bajó, muchos piensan que sí, se mantuvo en los niveles ínfimos que había tenido durante la dictadura.

Me temo que los socialistas, en su afán de diálogo con la institución universitaria, vuelvan a cometer los errores del pasado, pero esta vez agravados. Tres son las exigencias de la Universidad en su actual estructura: más dinero, estabilidad en el empleo y en ningún caso competir. Cierto que una reforma cabal de la Universidad probablemente necesite de mayores recursos financieros, pero éstos por sí solos no cambian el panorama. Si los rectores piden más dinero es para repartirlo entre su clientela, única forma de ser reelegidos; sin un cambio radical en la gobernación de las universidades y en su forma de funcionamiento, más dinero podría incluso empeorar la situación. El error más grave de los socialistas en su anterior etapa es haber funcionarizado a la masa de profesores no numerarios, cerrando las puertas a la docencia universitaria a los mejores de las generaciones posteriores. Repetir tamaño error -y me temo que la presión en este sentido será muy fuerte- es acabar ya definitivamente con la esperanza de una mejor Universidad, con las terribles consecuencias económicas y sociales que esto tendría para nuestro futuro. En fin, la Universidad en su actual estructura, con una mayoría de sus miembros, estudiantes y profesores, satisfechos, lo que más repudia es tener que competir: una universidad con otra, un departamento con otro, un profesor con sus colegas, un estudiante con los demás. Una vez que todos los profesores cuenten con un empleo fijo y sueldos parecidos y todos los estudiantes sean admitidos y sin gran esfuerzo consigan un título, el principio igualitario, sedicentemente de izquierda, es repartirse por igual los recursos crecientes que se consigan. Lo que reciba una universidad ha de recibirlo la otra, sea cual fuere su rendimiento, y las ayudas que se den a un profesor las han de recibir los otros, sin tener en cuenta calificación ni logros. Nada de seleccionar a los estudiantes, ni apoyar la excelencia de profesores y alumnos. Si el Gobierno se deja influir por las estructuras de poder que hoy dominan la Universidad, en esto podría consistir la política socialista. Y lo angustioso es que de la política educativa depende toda la política social del futuro.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_