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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Tesis 1939

Fabre lleva más de veinte años viajando a aquella ciudad. Ha visto de todo. En el distrito de Hostafrancs, por ejemplo, vio cómo volvían los antiguos propietarios de las casas y cómo al encontrarlas ocupadas expulsaban a los refugiados en plena noche o en plena lluvia, mientras lanzaban por ventanas y balcones los muebles, los colchones, las cazuelas, cualquier objeto que los refugiados hubieran reunido en su desolación. Tanto vio en el género de los desahucios salvajes que en los muros llegó a clavarse un bando del Gobierno Civil donde se prohibía todo desahucio que no tuviera la autorización del Gobierno Civil, "... abundan propietarios (...) que han llevado a efectos lanzamientos inhumanos (...) tomándose violentamente por la mano lo que ellos creerán justicia (...) no ha sido para tal abuso para lo que nuestro glorioso ejército ha devuelto sus casas a estos propietarios sin conciencia".

En cada párrafo del libro de Jaume Fabre 'Els que es van quedar, 1939: Barcelona ciutat ocupada' hay otro libro posible

En abril, después de la victoria, asistió a la reapertura del Teatro del Liceo y allí vio a Mercedes Capsir de Mimí y leyó en un papel como "del escote de las damas pende el aroma caduco de unos nardos, de unas rosas amarillas, pocos solitarios, contadas esmeraldas". Otra noche cayó en La Raquel, donde oficiaba Montserrat V. P., cuya ficha policial anunciaba genérica que lo había hecho con Ascaso, Durruti y Combina, y en detalle, que era barragana de aquel Carota, feo y con dientes áureos, que la visitaba sacudiéndose los pantalones y diciendo que aún le quedaban seso y sangre de los fascistas que acababa de matar en la checa del Banco de España. Leyó el anuncio de la Casa Codorniú, donde Manuel Raventós firmaba una gratificación espléndida "... a toda persona que le ayude a recuperar alguno de los caballos percherones o mulos que los rojos le robaron últimamente". Vio, en fin, cómo por el oeste el capitán Víctor Felipe, aventurado en su carro de combate 614, penetraba en Sarrià, y llegaba luego hasta el Ayuntamiento para tomar posesión del tiempo nuevo. Leyó la crónica del periodista británico Louis Mac-Neice, en The Spectator: "El zoo es macabro. Un oso polar agoniza. Un canguro come hojas secas". Paseando un domingo tropezó con una boda y cuando cesó el cortejo levantó la cabeza al cielo y vio una joven sentada en el balcón, que escribía en su cuaderno: "Hace tiempo que no se veía ninguno: quiero decir de nuevos casamientos. Porque de los otros, de casamientos de ya casados, no pasa semana que no haya alguno; y bien mirado hacen reír estas parejas de novios que se van a casar acompañados de sus hijos, como aquellos que van caminando por su propio pie a recibir las aguas del bautismo". Sin embargo, el recuerdo más alucinante del viaje prendió de la Sala Oval del palacio de Montjuïc. Era verano y allí estaba Manuel Ortínez: "... Yo formaba parte del ejército vencedor, pero no sé bien qué hacía. Era una gran comida, con más de cinco mil personas a la mesa. Asistí a un acto que tuvo todas las características de la bacanal romana, con los ex combatientes subidos a la mesa, bailando, cantando, chillando, rompiendo platos, vasos y botellas". Hasta tal punto que a los pocos días el ministro Serrano Suñer consideraba que era hora de trabajar y "consagrar todas las energías a la satisfacción de las necesidades del pueblo" y el Gobierno Civil dictaba la prohibición de "homenajes, banquetes y fiestas".

Sería inacable. En cada párrafo del libro Els que es van quedar, 1939: Barcelona ciutat ocupada, escrito por Jaume Fabre, hay otro libro posible. Se trata del resumen de una tesis doctoral que leyó hace dos años en la Universidad Autónoma, con recepción inmejorable. El trabajo de dos décadas. Fabre volvió de su viaje con algunas convicciones. La primera, que los barceloneses de hoy son hijos de los que se quedaron y sólo una pequeña parte hijos del exilio. Que el colaboracionismo no designa la actitud política que tomó la mayoría de una sociedad dispuesta sólo a colaborar en su estricta supervivencia. Y una última convicción tremenda: que la vida, la salud y la hacienda de muchos vencidos dependieron, antes que de un plan de castigo minuciosamente diseñado por los vencedores, de la actitud de sus vecinos. Es decir, de si sus vecinos optaron o no por delatarlos. Ahí está la razón de muchos de los fusilamientos, pero también la vida sin molestias del padre del fotógrafo Català Roca, autor de aquel cartel de guerra donde la espardenya aplastaba la cruz gamada.

La delación. Acabó de entenderlo muy al final. Fabre quiso presentar su tesis en la Universidad de Madrid. Sospechaba que la cierta heterodoxia de su mirada sobre el crucial año 1939 no cuadraría con el canon historiográfico dominante en Cataluña. Hizo gestiones. Preguntó en Madrid si tendrían inconveniente en aceptar para su lectura y calificación una tesis en catalán. Le dijeron que no. Ningún problema. En absoluto. Pasó el tiempo, la escritura y los trámites. Hasta compró los billetes. Iba ya a partir cuando recibió un e-mail anunciándole que la tesis no podría leerse si no se traducía al castellano. Enfermó. Pidió explicaciones. Volvió a pedirlas. Al fin se lo dijeron: "Ha habido una impugnación". "¿Quién?", preguntó "No, eso no podemos decírselo". Se trataba del delator. Del impugnador. Según se tratatase de la guerra o la paz. Según fuese el resultado de muerte o de herida civil. Pero él siempre, decisivo. Que era lo que al final de su largo viaje el doctorando quería demostrar.

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