Un fantasma recorre Europa
Un fantasma recorre Europa, el mundo. Es la "excepción cultural", horror de ejecutivos transnacionales, de columnistas de lo variopinto devenidos en economistas furiosos y de algún debelador de las culturas débiles y derrotadas. Y sin embargo, es un término que, paradójicamente, se sacó del mismísimo seno de los textos del GATT en los que se defendía el comercio mundial. La "excepción cultural y religiosa" -que es como aparecía en el texto- estaba inventada precisamente por los técnicos del comercio mundial para justificar, por ejemplo, la negativa de Arabia Saudí a que se publicitaran libremente las bebidas alcohólicas o ropa interior femenina, o las restricciones al comercio del tabaco en Estados Unidos. O la venta de determinados productos a países con embargo comercial por motivos políticos. Como se ve, excepciones hay muchas. Sólo hace falta un poco de mala voluntad para exceptuar de la excepción precisamente algunos productos culturales. Pero el invento mismo -"la excepción cultural"- es un término rigurosamente previsto en los tratados de libre comercio. Ni los acuerdos del GATT ni luego los de la OMC (Organización Mundial de Comercio) consideran la excepción cultural en el sentido que ahora le damos. Pero -si exceptuamos a EE UU, que defiende a calzón quitado y sin tapujos sus intereses nacionales- tampoco ha habido una decisión global ante la diversidad cultural, aunque sólo sea para no aparecer como absolutamente autoritarios o insensibles. En España, el Gobierno del PP mantuvo la cuota de pantalla obligatoria respecto al cine comunitario, y creó la obligatoriedad en inversión audiovisual de las televisiones. Medidas que se derivan de una cierta excepcionalidad cultural nunca invocada. Es de esperar que la nueva Constitución europea haga referencia directa y expresa a la cultura.
La cuestión cobra especial importancia en vísperas de la ampliación de la Unión Europea.
El 13 de enero pasado, el Parlamento Europeo pidió a los estados miembros de la Unión "afirmar sin ambigüedad ante la OMC que los servicios y los productos culturales tienen un carácter de bienes culturales y deben ser excluidos de la liberalización del comercio", entendida ésta como lo contrario precisamente a la libertad que tiene cada país de ayudar a su producción artística.
Si hablamos sólo de cine, la "excepción cultural", o la "diversidad cultural" o cualquier otro término equivalente no es, sino la invocación de que polacos, húngaros o checos puedan seguir ofreciéndonos algunas de las maravillosas películas que hasta ahora nos han ofrecido. La maquinaria comercial norteamericana presiona para que esos gobiernos no protejan su cinematografía. Es un desafío en toda regla a la libertad, no sólo a la del mercado, sino a sus derechos como países independientes. Cada país debería poder proteger su industria cultural, en eso consiste la excepción cultural, que no es nada si no se la llena de contenido, de legislación concreta. La excepción o diversidad cultural, como los derechos humanos o los de la mujer, etcétera, son principios generales.
¿Es que hay alguien que pueda pensar que los creadores están en contra de la circulación de las obras, propias o ajenas? Ni escritores, ni plásticos, ni cineastas, ni músicos quieren otra cosa sino que las obras circulen. Queremos competir en un mercado libre -¿es libre un sistema en el que las multinacionales cinematográficas norteamericanas dictan sus listas hasta alcanzar el 80% de cuota de mercado?-, pero nadie debería caer en la simplificación de presentar la cuestión como cine europeo versus cine americano. Siempre hemos admirado al cine americano, pero, a la vez, rechazado las terribles prácticas comerciales con las que someten a sus cineastas -a veces con su complicidad- y combatido las presiones con las que quieren sojuzgar nuestras cinematografías europeas. Pero eso no sólo ocurre entre cine americano y cine español, por ejemplo, sino de muchas maneras, legales pero restrictivas. En realidad, la "excepción cultural" pretende, entre otras cosas, devolver al espectador su derecho a ver un cine diverso, con posibilidad de elección, más allá del dictado de las grandes compañías, sean multinacionales o grandes grupos nacionales.
Manuel Gutiérrez Aragón es director de cine y presidente de la Fundación Autor
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