"La sombra del franquismo es alargada"
La gran desilusión (Seix Barral) reúne dos volúmenes que Juan Marsé (Barcelona, 1933) escribió para una enciclopedia sobre las décadas del siglo XX, que editó Difusora Internacional en los años setenta y que no se vendió en librerías. Carlos Barral, entonces responsable de Difusora, le encargó a Marsé los correspondientes a los años treinta y cuarenta. Los tituló, respectivamente, La gran desilusión y Años de
penitencia, título que después tomó prestado Carlos Barral para el primer libro de sus memorias. La gran desilusión es una crónica que va desde 1929 a 1950 y que recorre desde el cine y la música a las costumbres, la evolución de la mujer, la política, la guerra... Una crónica que muestra el arte de escribir entre líneas. El libro que ahora se publica reproduce los textos íntegros y parte de las fotos de los originales.
"La dificultad estaba en atribuir la comisión del horror a quien le correspondía"
"No soy nacionalista, prefiero ser lugareño. La nación no me suscita ninguna emoción"
"El de intelectual es el peor disfraz que puede ponerse un novelista"
Marsé se encargó de todo, buscó las fotos e incluso hizo los pies. La idea de recuperar los dos libros en uno ha sido de Pere Gimferrer, que, con Eduardo Mendoza, estuvo ayer con Juan Marsé en la presentación del libro.
Pregunta. ¿Cómo aceptó un encargo tan alejado de sus gustos?
Respuesta. Dejando al lado el interés estrictamente crematístico -muy importante y decisivo, por supuesto-, hubo otras razones. Yo siempre supe que mi bagaje cultural dejaba bastante que desear. Pensé que una inmersión en la realidad vivida de dos décadas tan decisivas para el mundo no le vendría mal al chico de las aventis que cada dos por tres se le iba el santo al cine.
P. ¿Y le fue bien?
R. Fue interesante, y de efectos inesperados en mi relación con la literatura. Este testimonio gráfico y literario a través de 20 años está aparentemente muy alejado de mis inquietudes literarias, y más en aquella época en que estaba escribiendo Si te dicen que
caí, una novela muchísimo más deudora de lo imaginario que de lo real. Y sin embargo, contra todo pronóstico, aquella tan poco deseada inmersión en los años treinta y cuarenta, en una realidad que se me antojaba tan poco estimulante, me ayudó a resolver no pocos problemas de tono y estructura de la ficción que estaba intentando sacar adelante.
P. Siempre dice que lo que más le interesa es enganchar al lector.
R. Con tal de atrapar al lector desde la primera página soy capaz de todo, menos de disfrazarme de intelectual, que es el peor disfraz que puede ponerse un novelista.
P. Siempre revisa y reescribe sus libros, ¿por qué no lo ha hecho con éste?
R. No es una novela, el terreno en el que me siento más seguro y absolutamente responsable de lo que digo, y también de lo que callo. Se trata de textos que escribí hace más de 30 años, textos que no había vuelto a leer y que al hacerlo ahora he sentido, por alguna razón que no sabría precisar, como si el tiempo los hubiera congelado. Me he limitado a corregir alguna imprecisión y a matizar alguna opinión, pero he preferido dejar casi todo como estaba, aunque sólo fuera para dejar constancia de cómo puede condicionar la censura y la autocensura de la época.
P. ¿Hubo, pues, autocensura?
R. ¿Podría haber ido más lejos al hablar de la España franquista que nos repugnaba? Difícil saberlo. En tiempos de ignominia, el gusano invisible de la autocensura habita silencioso el lado más sombrío de la conciencia. Me habría gustado dedicar un capítulo a la guerrilla antifranquista, a los Quico Sabater y al Facerías y a tantos otros que fueron abatidos en el loco intento de darle la vuelta a la tortilla, pero, naturalmente, la censura lo habría impedido.
P. Se nota que se siente más cómodo hablando de mujeres, de cine o de las canciones de la época que de temas políticos.
R. Sí, hablando de la vida cotidiana y hasta de los deportes y las diversiones. Me resultaba mucho más gratificante que prestar atención a la farsa política nacional o a los horrores de la política internacional. El horror, claro, no podía dejarse de lado, estaba en la entraña misma de ambas décadas. La dificultad estaba en atribuir la comisión de ese horror a quien le correspondía.
P. ¿Tuvo problemas de censura?
R. Dejando de lado el caso de Si te dicen que
caí, que no pudo publicarse hasta después de muerto Paco Rana, disculpe la licencia poética, es que es algo que me habría gustado tanto meter en las décadas y no pude, tuve problemas con Últimas tardes con
Teresa, en 1965, pero se resolvieron. No me consta que la primera edición de estas décadas tuviera serios problemas.
P. ¿Por qué tituló los de los cuarenta Años de
penitencia?
R. Bueno, parece evidente que los cuarenta fueron años de penitencia para los españoles, los vencidos sobre todo. Una penitencia impuesta por el régimen y por la Iglesia en connivencia miserable e hijoputesca con ese régimen y con Franco.
P. Dice en el libro que la Guerra Civil es "un tema bien conocido", pero en los setenta se estudiaba mal y ni siquiera en la transición se habló demasiado de la guerra ni de la dictadura.
R. La sombra del franquismo es alargada. En la transición hubo que tragar muchos sapos, se supone que en beneficio de todos. Siempre lo he dudado. En cualquier caso, y concretándonos en la Guerra Civil, los que deberían haber hablado en su día no pudieron, no se les dejó y hoy andan todavía desenterrando a sus muertos mientras sufren humillaciones, como por ejemplo tener que pagar de su bolsillo canallescos tinglados como la Fundación Franco. ¿Hasta cuándo? Habría que preguntarle al nuevo Gobierno.
P. Manuel Rivas dijo que la noche de las recientes elecciones tuvo la sensación de que el franquismo se había acabado. ¿Qué opina?
R. Yo no estoy tan seguro. Por lo general, cuando este país se expresa en términos de patriotismo, por debajo de las palabras a mí me sigue resonando la ridícula y aflautada cantinela franquista. La Iglesia española sigue siendo franquista hasta la médula de la hostia, lo sé porque he tragado bastantes. Si pudiera, esta Iglesia resucitaría al Centinela de Occidente bajo palio de la luz crepuscular. No crea que exagero. Toda la porquería que las televisiones vomitan en nuestros hogares, ese puterío de famosillas y esa torería machista y ese folclorismo rancio es, además de basura moral, herencia cultural del franquismo. El estilo verbal y gestual del PP es lo mismo aunque la plana mayor no acaba de alcanzar la gracia natural que tenía la célebre fracción Paquito el Rana-Inaugura-Pantanos.
P. ¿Qué haría usted con la televisión?
R. La programación televisiva es el instrumento más importante e influyente, mucho más que el Ministerio de Cultura, de cuantos hoy existen en la formación de una colectividad sensible, cívica, responsable y con capacidad crítica, y está en manos de desalmados y chorizos sin escrúpulos. A ver qué pasa ahí. A ver.
P. Habla de patrias, de nacionalismos...
R. No soy nacionalista, prefiero ser lugareño. La nación es un artefacto técnico y sentimental incapaz de suscitar en mí ninguna emoción, sobre todo en boca de ideólogos, pensadores y figurones diversos que enarbolan la bandera con una mano mientras que con la otra van vaciando los bolsillos de la gente (lo dice Ingrid Bergman en Encadenados). Propicia bellaquerías intelectuales y extrañas adhesiones.
P. ¿A qué se refiere?
R. A algo así como la prosa cuartelera de Federico Jiménez Losantos, la prosa graciosilla y babosilla de Antonio Burgos o la prosa-sonajero de Paco Umbral transmutándose en pringosos lametones al señor Rajoy y saludando los últimos resplandores del aznarato en El
Mundo, o el mismo Baltasar Porcel enumerando sus patrióticas y sustanciosas hazañas (pela larga) cuando estuvo al frente del ya legendario Intitut Català del Chorizos Mediterranis.
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