Fernando, querido Fernando
No quiero hablar más que por mí mismo, ni decir otra cosa sino qué solo me quedo. A lo largo de cuarenta años, he tenido en Fernando Lázaro entre un padre y un hermano: amigo, guía, aguijón, interlocutor, cómplice... No me resigno a aceptar que se han acabado para siempre aquellas inagotables charlas nuestras de los veraneos catalanes, de mediodía a medianoche y más allá, de chiringuito en restaurante y de bar en figón. Ni que no podré telefonear para consultarle la idea disparatada que de pronto se me pase por la cabeza. Ni que sin él las reuniones de trabajo serán exactamente eso, reuniones de trabajo, no torneos de ingenio y gozo continuo ante el espectáculo de unas pasmosas capacidades intelectuales, un saber enorme y un espléndido sentido del humor.
Fernando Lázaro era una de las inteligencias más poderosas que he conocido. "Qué envidia le tengo -le admitía yo-. Con ese cerebro, y siendo usted de Magallón -en la intimidad, nunca nos apeábamos el tratamiento; en público, a veces sí-, puede usted hacer bien lo que le dé la gana". La verdad es que lo hacía.
No incurriré en el consabido repaso a trota caballo de títulos y temas. Donde Fernando ponía la mano como lingüista, crítico, historiador de la literatura, y como maestro de todo ello, no volvía a crecer la misma hierba: brotaba otra más sana, más recia, renovada. Pero eso, los quehaceres mayores de la investigación y el estudio, prefiero darlo por descontado. "Laudabunt alii...". Cuando pienso en el talento de Fernando Lázaro, los ejemplos que primero se me vienen a las mientes son precisamente los de las menudencias y hasta los meros juegos para matar el tiempo.
Uno de ellos fue escribir una comedia a instancias y a medida de un actor de fama, amigo y paisano suyo. Fernando, que se sabía de corrido el teatro universal, aceptó el envite como una diversión, un ejercicio y, diría yo, una muestra de dominio, con distancia, sin involucrarse afectivamente. "Aquí -se iba diciendo- voy a hacer que el público se desternille con una patochada. Aquí quiero que lloren. Ahora la risa se les ha de cortar con la emoción...". La obra, graduada al milímetro en la sentada de unas pocas tardes estivales, ha sido la pieza más taquillera en la historia de la escena española.
Fernando Lázaro era un nombre célebre y aplaudido por multitud de lectores a través en especial de los dardos en la palabra que desde 1975 publicaba en la prensa. Esos dardos, llenos de gracia y sabiduría, estructurados en torno al sabroso personaje de un autor fisgón y un si es no es cascarrabias (a mí me encantaba discutirle la perspectiva exigentemente académica y no libre de patriotismo), eran para muchos todo Fernando Lázaro. Para él en cambio no pasaban de relieves de la pluma, y ni siquiera los conservaba todos. Después de insistirle durante meses para que reuniera los artículos en un libro, me dio una carpetilla con retazos mal arrancados de una docena de periódicos: "Usted verá lo que hace". Extraviado por la neurosis de colmar la colección, manifiestamente incompleta, y preparar luego unos índices en condiciones, dejé pasar el tiempo sin rematar la faena. Por fortuna, el Círculo de Lectores la tomó en sus manos y la llevó al buen puerto de un best seller increíble, de centenares de miles de ejemplares.
Las páginas que para otros hubieran constituido el meollo de un trabajo y aun de una vida no suponían, pues, para Fernando Lázaro más que un simple entretenimiento de domingos perezosos. Así de inteligente era, tales dotes tenía. Porque, además, la perspicacia y la erudición, en cualquier terreno que pisase, de la alta filología a la enseñanza elemental, eran sólo facetas de una figura humana inmensamente rica y vigorosa, conversador deslumbrante, curioso enciclopédico, abierto a todos los aires. Yo evoco hoy sobre todo al amigo a macha martillo. En los últimos días en casa, entre ingreso e ingreso en el hospital, me puso un e-mail infinitamente triste que acababa diciendo: "... y lo recuerdo, querido Paco". No sabe usted cuánto voy a recordarlo yo, cómo lo voy a echar de menos, qué desamparado me siento, Fernando, querido Fernando Lázaro.
Francisco Rico es escritor y académico.
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