Las lecciones de un sabio
Conocí personalmente a Fernando Lázaro a principios de los setenta, cuando fue profesor mío en la Universidad Autónoma de Madrid, pero su magisterio comenzó mucho antes, cuando (como muchísimos estudiantes) utilicé en el bachillerato los libros de lengua y literatura de que era coautor junto con Evaristo Correa. Eran libros sorprendentemente claros y (para alguien como yo) tenían el atractivo añadido de constituir también una antología de textos clave de las letras españolas: sólo con leer los ejemplos que jalonaban el texto ya disponía uno de un curso de literatura...
En la facultad tuvimos una relación -¿cómo decirlo?- agridulce. Tuve la mala suerte de que en mi curso Fernando Lázaro impartiera la asignatura de Gramática Generativa, disciplina que él contribuyó a introducir en España, pero que no era el terreno literario y filológico en el que él se sentía más a gusto. No era un profesor fácil, con su carácter tonante, pero quizás tampoco éramos alumnos fáciles. Fuera del marco estricto de la clase, tuvimos un contacto más fluido: por aquel entonces dirimíamos en una publicación de los estudiantes, Módulo 3, algunos problemas que nos preocupaban, como el futuro del estructuralismo, y ahí encontré en él (por entonces director del departamento, y por tanto responsable último de la publicación) una mirada atenta y un consejo muy certero. Debo al Lázaro de aquel momento la conciencia de estar inmerso en una tradición de estudios lingüísticos, tradición que palpé cuando Roman Jacobson visitó Madrid y él nos propició una entrevista con ese mito viviente.
Acabada la carrera, tuvimos contactos esporádicos, pero con frecuencia fructíferos: me preguntaba qué hacía, se lo iba contando y me daba una pista, un comentario, que siempre me servían. En alguna ocasión llevó su influencia a distancia al terreno público de reseñar una obra mía. En 1994 o 1995 nos vimos más con motivo de la versión en CD-ROM del Diccionario de la Academia, institución que él entonces dirigía. Recuerdo que, cuando el programa estaba aún en pruebas, fue el primero de la docta casa en sacar partido de la herramienta para preguntar: "Oiga, Millán: ¿cuántas palabras le salen terminadas en -t?".
Le vi por última vez hace poco, en la inauguración del curso de las academias, donde impartió la última lección que yo le oí, sobre literatura picaresca. Al llegar al episodio del testarazo de Lázaro de Tormes sobre el Toro de Guisando no pudo resistirse, y le tildó de "verraco berroqueño". Al despedirnos se lo señalé: "¡Vaya aliteración, don Fernando!", y a él le gustó ver que la había cazado. Sólo hoy me doy cuenta de que el concepto de aliteración, como otras muchas cosas, lo había aprendido de él...
José Antonio Millán es escritor y editor digital.
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