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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cita en Berlín

Sobre la reunión en Berlín de los tres grandes han sobrevolado las quejas de unos socios no invitados -Holanda, Italia y España básicamente- que creen que Alemania, Francia y Gran Bretaña pretenden dominar la futura Unión Europea de 25 miembros que nacerá en semanas. Quizá para disipar en parte este clima envenenado, la agenda formal del encuentro, el tercero de este tipo desde septiembre pasado, ha estado centrada en temas como el empleo, la competitividad industrial o la innovación en la UE. Pese a este temario deliberadamente degradado por los interlocutores para evitar la impresión de que se erigen en puente de mando continental, la comitiva ministerial que les ha acompañado revela la importancia que Berlín, París y Londres han dado al encuentro.

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La grisura de la actual realidad europea, con la futura Constitución en el limbo y el desafío de organizar un club que en pocos meses tendrá casi el doble de afiliados, hace más tentadora para sus miembros más poderosos la idea de dar un paso al frente. En este sentido hay que saludar la propuesta alumbrada en Berlín para revitalizar la agenda de Lisboa enunciada en el año 2000 -un intento de crear empleo, estimular el crecimiento y reducir el foso entre Europa y EE UU- y poner a su cargo a un nuevo vicepresidente de la Comisión Europea.

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Pero Francia, Alemania y Gran Bretaña deberían resistir cualquier eventual tentación de convertirse en directorio de sus socios. Mejor que peor, la UE se las ha arreglado hasta ahora para mantener un cierto equilibrio entre los intereses de sus miembros mediante el mecanismo mixto del Consejo intergubernamental y la Comisión Europea. Los países más grandes tienen más votos en el Consejo, y la Comisión vela por los intereses del conjunto. Trasladar este engranaje a una asociación de 25 va a poner a prueba el sistema. Pero una Unión donde los más poderosos controlaran la adopción de decisiones mientras una superpoblada Comisión permaneciera entre bambalinas destruiría contrapesos que han mostrado su eficacia durante años.

La nueva UE ampliada necesitará sin duda de un liderazgo estratégico, sobre todo en materia de reforma económica y defensa, que evite su transformación en un magma sin claros objetivos comunes. Pero es más que discutible que esa dirección deba llegar de la alianza bilateral entre Berlín y París, con la ineludible participación británica -todavía fuera de la eurozona- en razón, entre otras, de sus capacidades militares. El mejor servicio a los intereses de tantos y tan dispares Estados y la flexibilidad del conjunto estarán probablemente mejor garantizados por la cooperación entre los grandes y los pequeños que por el designio de los gigantes.

El emergente tripartito, en definitiva, debería concentrarse en los ámbitos donde su esfuerzo puntero sea más útil para un conjunto cuyo dibujo está a punto de ser alterado sustancialmente. Pero las decisiones sobre la Unión Europea, con todo el esfuerzo y la cintura política que requieran, deben dejarse al total de sus miembros. La UE como realidad global será de todos o no será.

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