Epístola de Bush a los latinoamericanos
El presidente Bush ha podido hacer un hueco en su combate contra el terrorismo para dirigirse a su público más allegado, al que Washington hasta tiende a olvidar: los líderes de América Latina, congregados en la cumbre de Monterrey. El objetivo era ratificar que el tratado de libre comercio, inicialmente suscrito entre Estados Unidos y México, se hiciera extensivo a toda Iberoamérica, tal como ha ocurrido, aunque en plazo no especificado. Pero lo más interesante ha sido, en esta guerra de la posguerra iraquí, el mensaje, entre norma y advertencia, con que Bush ha aspergiado a los presentes.
El presidente ha enunciado dos condiciones básicas para el éxito: democracia y lucha anticorrupción; loables exhortaciones, ambas, aunque merecedoras de mayor precisión.
La primera, democracia, hay que entenderla como remedio universal a cualquier problema; y la segunda, como combate a la corrupción, comportamiento adecuado para que marche la primera. Pero ha de suponerse que, en boca de Bush, todo ello significa democracia tal como se entiende en Washington: la del neoliberalismo, que consiste en comercio desregulado como fuente de riqueza general, más mercado convertido en medida general de todas las cosas. Y los hechos parecen indicar que esa política ha abismado las desigualdades, no ha estimulado el crecimiento económico -1,5% contra un embarazo demográfico del 2,5% en 2003- y, para colmo, ha agitado gravemente al personal más desfavorecido.
Frente a ello, el mundo latinoamericano hablaba con más lenguas que nunca. Había una América Central clásica, fuertemente asimilada a los intereses de Washington, junto a un México con escaso margen de maniobra para seguir predicando su histórica rebeldía soberana; una zona geográfica intermedia, donde la Colombia de Uribe lo ha apostado todo por Washington en su lucha contra la disidencia guerrillera, y la Venezuela de Chávez, también todo, pero contra Washington, en su lucha contra la disidencia neoliberal; y un conjunto andino y del Cono Sur, con una variada reticencia que abarca desde movimientos populares en Perú, Bolivia y Ecuador -la tierra del indio- hasta la gestualidad nacionalista, sobre todo en el Brasil de Lula, como con la reciente exigencia de fichar a los turistas norteamericanos en reciprocidad por lo que pasa en Estados Unidos con los brasileños, y, en menor grado, la mímica subrayada de Néstor Kirchner en Argentina.
Chávez, cuyo único lujo es ya el optimismo, incluso habla de un embrionario eje, Caracas-Brasilia-Buenos Aires, que, sin embargo, interesa bastante menos en las otras dos capitales, porque el verdadero eje venezolano es con Fidel Castro, y esa pareja puede estar inconfortablemente próxima a figurar como integrante de un segundo eje del mal.
América Latina es una creación de España y Portugal, del tiempo de la colonia, en la medida en que hoy se la considere como algo unitario, cuando, contrariamente, sus líderes, pero, en especial, sus pueblos, existen sólo en orden disperso. Y lo nuevo que ya despunta es el peso político de lo indo-andino, del que una reciente reunión de antiguos jefes de Estado latinoamericanos, que organizaba en Biarritz el ex presidente colombiano Samper, fue casi más caricatura que ejemplo. La práctica totalidad de los reunidos, procedentes de toda América Latina, pertenecían a un grupo étnico: el criollo de origen europeo. Y, en particular, era notable comprobar cómo el ex jefe de Estado boliviano Sánchez de Lozada -botado en 2003 por un sobresalto indígena- parecía ignorar el papel jugado por su tez oligárquica y pronorteamericana en el motín.
Ese patio, que ha sido siempre tan trasero, de Estados Unidos va camino de perder la coherencia de clase de sus gobernantes, y a hablar, por ello, cada vez con mayor número de lenguas, todo lo que amenazaría con complicarle la tarea al gran combatiente antiterrorista. Como dijo el mexicano universal, José de Vasconcelos: "La esclavitud comienza cuando se abandona el alma a lengua extraña". La del otro.
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