La soledad del último dirigente soviético
Pero, a diferencia del viejo Alíev, con quien compartió responsabilidades en los años ochenta en el supremo organismo colegiado de la URSS, Shevardnadze no tenía ni los petrodólares ni el férreo control policial de su vecino.
Por la posición autónoma y díscola de los tres territorios que Tbilisi no controla (Abjazia, Adzharia y Osetia del Sur), Georgia es un Estado frágil. Dirigirlo no ha sido tarea fácil para el hijo de un maestro rural que comenzó su carrera en las Juventudes Comunistas en 1946 y fue ministro del Interior de Georgia de 1965 a 1972.
En 1985, cuando llevaba 13 años como máximo dirigente de la república y se había distinguido entre los sectores reformistas por sus experimentos económicos, Mijaíl Gorbachov le llamó a Moscú para renovar la política exterior soviética. Como jefe de la diplomacia de la URSS, su nombre está unido al "nuevo pensamiento", a la perestroika y, sobre todo, a la reunificación de Alemania. Este suceso histórico le valió el reconocimiento de los alemanes, que en 1998 le enviaron un nuevo coche blindado después del segundo atentado contra su vida. También le ha valido la animadversión de sectores nacionalistas rusos, que le tildan de "traidor". Ayer, un portavoz del Gobierno alemán, dijo que le daba la bienvenida si decidía exiliarse.
En diciembre de 1990, Shevardnadze afirmó que se avecinaba una dictadura y dimitió de forma espectacular como ministro de Exteriores. Siguió una fugaz reincorporación al equipo de Gorbachov en plena agonía soviética y la vuelta a Georgia en 1992, tras el derrocamiento del líder Zviad Gamsajurdia, para ponerse al frente Consejo de Estado, un órgano interino de dirección de la República. Dirigió el Parlamento hasta 1995 y en noviembre de aquel año fue elegido presidente de la República, cargo que revalidó para cinco años en los comicios de 2002.
Ni los prestigiosos amigos extranjeros ni la experiencia le han valido a Shevardnadze para afrontar los problemas -corrupción, mala gestión, criminalidad, pobreza- que se han ido acumulando en el país. Desde hace bastante tiempo, ya el malhumor era la expresión más frecuente en el rostro del viejo político.
Chechenia y Abjazia han envenenado las relaciones entre Georgia y Rusia, que llegaron a un acuerdo tácito, a tenor del cual Moscú no coquetea con los separatistas de Abjazia ni Tbilisi con los separatistas chechenos.
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, Shevardnadze jugó la carta norteamericana, invitando a instructores del Pentágono a adiestrar tropas georgianas, con ciertas esperanzas, aparentemente, de que, en virtud de la lucha contra el terrorismo, Washington le ayudaría a reconquistar los territorios que no se le someten. Todo era ya demasiado tarde.
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