Poesía y verdad
[Una parte profunda de mi vida] se removió hasta los poros cuando escribí El jardín... o más bien cuando para escribirlo lo re-sentí" (Diario). Entre estas dos declaraciones, parcialmente contradictorias, hay evidentemente la distancia biográfica que separa el Azaña casi desconocido de 1926 del casi héroe nacional de 1931. Es, desde luego, muy lógico que el Azaña de 1926 marcara la ausencia de parecido entre él mismo y su aparente doble novelístico: los fueros de la ficción autobiográfica le permitieron conservar su libertad artística respecto a sí mismo en cuanto criatura literaria. El profesor inglés Roy Pascal, en un breve y agudo estudio (The autobiographical novel and the autobiography, Essays in criticism, IX, 1959), observa que en la novela autobiográfica el autor se suele desprender de las ataduras propias de la autobiografía. No hay, pues, que acusar al Azaña de 1926 de falta de sinceridad: él era entonces -o más exactamente en 1921-1922, años de publicación de gran parte de El jardín... en la revista La Pluma- un escritor que, al desdoblarse en autor y personaje, aspiraba sobre todo a captar el proceso de incorporación al mundo de la España finisecular de un mocito burgués. Ni tampoco debe reprocharse al Azaña de 1931 haber retocado teórica y retrospectivamente su autorretrato literario de El jardín de los frailes; porque, a medida que Azaña se convertía en prominente hombre público español, se acortaba en su novela autobiográfica la distancia entre el autor y su criatura. O, en otras palabras, el Azaña escritor perdía paulatinamente su condición de creador libre mientras el Azaña personaje ganaba en veracidad histórica.
Extracto del texto de Juan Marichal publicado en su libro La vocación de Manuel Azaña (Alianza, 1982).
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