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Columna
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Ni los desastres son graves

El presidente Uribe parecía que se lo jugaba todo a un referéndum. Un listado de 15 preguntas, con otros tantos retoques a la Constitución, contenía la receta presuntamente imprescindible para combatir la corrupción y el gasto desmedido, entre otras sanaciones que precisa el país. Y a fin de que la consulta tuviera algún respaldo en una sociedad que vota siempre con extrema parsimonia, se exigía que sufragara, al menos, el 25% del padrón.

El resultado ha sido, sin embargo, un desastre porque la opinión no ha respondido, y encima, en las municipales anejas, el poder ha perdido la alcaldía de Bogotá, que obtiene una inédita izquierda, encabezada por el sindicalista Lucho Garzón y el senador Antonio Navarro. Pero nada de ello es realmente grave, porque Colombia no está hoy ni mejor ni peor, por esa razón, que antes del voto. Como la mejoría del clima político y social bajo Uribe ha sido, por otra parte, de orden sobre todo cosmético, la posible frustración por la derrota en el referéndum tampoco puede ser el acabose.

Uribe contrajo en mayo de 2002, con su victoria en la primera vuelta de las presidenciales, una cierta ebriedad electoral. De natural dado a lo intangible, el líder, ex liberal, pudo persuadirse entonces de que se estaba trabando un lazo muy especial entre Colombia y su persona. Y por ello no podía creer que su pueblo fuera capaz de negarle la confianza que le pedía en referéndum. Pero el pueblo ha respondido que está mejor en casa.

La explicación de todo ello radica en que su victoria de mayo fue menos formidable de lo que parecía. El candidato no había sido capaz de movilizar, pese a su gran victoria, a nuevos votantes. Ni en las pasadas presidenciales, ni en todas las elecciones que se recuerdan, ha ido en Colombia más de un 50% de ciudadanos a las urnas. Con Uribe, lo que pasó fue que el país legal se volcó en su persona, mientras el país profundo seguía sin ver razón suficiente para sumarse al festival del voto. Y lo que ahora ha ocurrido es que un referéndum farragoso y poco decisivo no ha interesado ni siquiera a ese primer bloque de votantes de uso.

Ello no necesariamente significa que el presidente haya perdido apoyo popular, sino la fragilidad del mismo. Mucho, pero de poco calado. Y, de igual forma, la derrota de Juan Lozano, su candidato a la alcaldía, apunta a que ese apoyo tampoco tiene capacidad de contagio para sus predestinados. Es un seguimiento relativamente muelle, más propio de un país desarrollado y sin problemas, y no la grey de una nación que lo tiene aún casi todo por resolver. No es, en definitiva, el ejército del millón de hombres que el Uribe de la campaña presidencial quería poner en pie para derrotar a la guerrilla. Pero es, también, un votante sabio, que si ha elegido presidente a un liberal-conservador, quiere en Bogotá una cara nueva, en esta ocasión representante de la más prudente de las izquierdas.

Al cabo de un año largo de mandato, en el que lo más notable ha sido la euforia de la clase urbana por tener a un presidente que ha descubierto el día de 25 horas, lo que eso, sin embargo, significa es que no ha habido transustanciación de país; que todo, menos la ilusión, sigue casi igual.

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Los voceros gubernamentales han repetido hasta la saciedad que la guerra contra el terrorismo de las FARC va bien; que la seguridad ciudadana mejora a ojos vistas; que la regeneración de Colombia es ya una tarea en marcha. Pero, aunque pueda ser así, el país de abajo no ha tomado nota de todo ello; posiblemente, porque no lee periódicos; o porque no tiene teléfono para contestar encuestas; o porque está crónicamente en paro; o porque gana poco más de 200 o 300 dólares como soldada, incluso para menesteres de algún valor intelectual añadido.

La presidencia Uribe no ha llegado aún a la temperatura de cocción popular: aquélla en la que la euforia acaba por desaparecer si no se ha venido alimentando con algo sólido. Y ese punto g de cualquier mandato no tiene todavía por qué vincularse al fracaso del referéndum, pero sí que parece que la espera no debería demorarse más allá de 2004; si para entonces el colombiano medio, que siempre quiere decir el de abajo, sigue sin ver motivo para echarle mano a la tarea, sí que habrá que hablar entonces de fracaso irremediable.

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