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Hamlet, en el café bar Venecia

Manuel Rivas

Digamos algo sobre el corazón. El de Suso de Toro es el de un resistente con humor. Entre el sístole y el diástole, puede escucharse la campana de la Berenguela remontando una de las dos más importantes escaleras de Santiago, la que separa la Quintana dos Mortos de la de los Vivos. La otra escalera, la de caracol de triple desarrollo, en Bonaval, de Domingo de Andrade, que no termina nunca, también tiene mucho que ver con la escritura y el corazón de Suso de Toro. Un corazón independiente que, como al del fado de Estranha forma de vida, le gusta vivir perdido entre la gente. En la danza de las palabras, en su búsqueda angustiosa de sentido. Sin miedo al qué dirán.

En Cómo estar solo, un joven autor estelar de la literatura norteamericana, Jonathan Franzen, reflexiona de forma muy inteligente sobre los dilemas que torturan al escritor en su relación con el mundo real, con la sociedad. Suso de Toro encontró de forma precoz e inconsciente su Aleph, una posición universal de la mirada, y se vacunó contra algunas de esas neurosis, en el café bar Venecia. El bar de sus padres. Antes, la taberna O'Mañoso. Él era o fillo do taberneiro. Era el mundo el que desfilaba, el que entraba, el que representaba. Allí, sin saberlo, los jugadores de dominó eran reyes que movían las fichas de una batalla. Allí un Hamlet, príncipe de aldea, acodado en la barra, murmuraba su monólogo entre tragos. Llegaría a ser profesor de Literatura, pero fue allí, en el Venecia, y en las ciudades invisibles de Santiago, esa extraordinaria redoma, donde desarrolló la escuela de los sentidos y el derecho a imaginar. Además del Venecia, y del lenguaje procaz de las gárgolas de Compostela, podríamos hablar, por ejemplo, de Faulkner o de Joyce. En una de sus bases, la escalera de Suso de Toro arranca de esa tradición culta y experimental del siglo XX. A él, además de experimentar, le apasiona subir peldaños, contar historias. Trece badaladas nació de un guión de cine.

Uno de los personajes de Torrente Ballester era un anarquista que quería reventar la cripta de una Compostela vista como una Compospétrea. Cuando Suso se encripta, hace hablar a las piedras. Ésa es su dinamita. Desentierra los mitos y enfrenta al ser contemporáneo con los espejos rotos, en una especie de realismo trágico que templa la ironía, ese diafragma sutil que mantiene a flote toda la obra de Suso de Toro. Que es ya una prodigiosa caravana, iniciada hace dos décadas con Caixón de Sastre y Polaroid, todavía no publicadas en castellano. La pasión de contar descuella también en una obra aparecida en colección juvenil, A Sombra Cazadora.

El corazón independiente es un corazón valeroso, inconformista. La sombra cazadora del fraguismo en Galicia ha tratado de silenciarlo. Ayer mismo, Suso de Toro corregía las galeradas de una obra ensayística titulada Españoles todos, en la que crítica el casticismo de Aznar, pero también otros cerrilismos. Autor reciente de Nunca Máis (Galicia a la intemperie), le puede la emoción al hablar de ese movimiento solidario que conjuró la catástrofe del Prestige: "¡Yo soy del país de Nunca Máis!". En la tradición gallega, los buscadores de tesoros persiguen una viga de oro aunque lo que suelen encontrar es una viga de alquitrán. Suso de Toro escribe con pan de oro, con el alquitrán pegado a la suela de los zapatos.

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