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Europa y la reforma de la OMC

Sami Naïr

Las negociaciones de Cancún concluyeron el 14 de septiembre de 2003 con la constatación de un fracaso. El llamado ciclo del "desarrollo", lanzado en Doha en 2001, ha muerto. Ha fracasado en la que debería ser su misión principal: el desarrollo. ¿Cuáles son las causas de este fracaso? Al menos dos llaman nuestra atención. La primera se debe a la actitud de los países ricos. Tres semanas antes del inicio de la cumbre, EE UU y Europa elaboraron un acuerdo sobre la agricultura, un tema fundamental en esta conferencia. Pensaban, al igual que en el pasado, que este texto serviría de documento de trabajo y "canalizaría" los debates. Una vez abierta la conferencia, los países ricos negociaron como si el acuerdo final ya se hubiera alcanzado. De los países del Sur sólo esperaban una cosa: que fueran los actores dóciles de esta parodia de negociación. Pero resultó una mala idea.

Por primera vez desde la conferencia de Bandung en 1956, el Sur ha reaccionado. ¿Desean comprender esta reacción? Tomen el caso del algodón. Representa cerca del 75% de los ingresos por exportaciones de Benin, el 50% de las entradas de divisas de Malí, es el primer producto de exportación de Chad y una producción fundamental para la economía de Burkina Faso. Más de diez millones de africanos viven de la producción de algodón. Pero estos países se ven incapaces de dar salida a su producción en el mercado mundial debido a las masivas subvenciones concedidas a los productores occidentales. En EE UU no son 10 millones de personas las que están en juego, aún menos el conjunto de la economía de un país, sino únicamente 12.000 agricultores que en 2002 se beneficiaron de más de 4.000 millones de dólares en subvenciones.

Todos los intercambios agrícolas mundiales siguen más o menos este esquema. El Sur se ha negado a comprometerse más en el proceso de liberalización: quiere obtener del Norte un compromiso firme sobre la apertura de sus mercados y sobre la eliminación progresiva de las subvenciones a los agricultores. Además, las fuerzas presentes en esta batalla no tenían los mismos intereses. Tres grandes bandos se enfrentaban en Cancún. En primer lugar, los países ricos, favorables a una apertura de los mercados sin realmente cuestionar su sistema de subvenciones. En segundo lugar, los países que empiezan a emerger (Brasil, India y China, principalmente), también favorables a la apertura de los mercados pero con la eliminación total de las subvenciones. Estos países, cuyo poder económico va en aumento -China ha pasado a ser exportadora neta de productos agrícolas desde el año pasado-, cuentan con una mano de obra barata y unas capacidades de producción temibles. Están en condiciones de hacer frente a la competencia mundial, si ésta no es sesgada por el juego de las subvenciones. Por último, los países más pobres. Para ellos, acceder a los mercados del Norte es vital, la mayoría de las veces para uno o dos productos únicamente. Pero no pueden sobrevivir en un mundo totalmente abierto. Sin embargo, aunque estos países teman legítimamente que se prosiga la liberalización de los intercambios, en Cancún les unía un interés vital común con el grupo de los países con economías nuevas: el desmantelamiento de las subvenciones en el Norte, es decir, para ellos, el derecho a producir y vivir de su producción.

Para defender esta reivindicación, los grandes países con economías nuevas (Brasil, India y China) han creado el Grupo de los 21 (básicamente, países de Latinoamérica y Asia a los que se han sumado países africanos) y forman un frente común. Dado que el Norte se negaba a tener en cuenta sus reivindicaciones sobre la agricultura y la cuestión del algodón, ellos se negaron a negociar sobre los temas importantes para el Norte: inversiones, transparencia de los mercados públicos, competencia y facilitación de los intercambios. Los países del Norte subestimaron la solidez del frente Sur al creer que las divergencias de intereses entre ellos harían estallar su coalición. Aquí también se equivocaron. El frente del rechazo ha resistido.

¿Significa esto que el Sur ha ganado este pulso? Por desgracia, no, y se puede lamentar el fracaso de estas negociaciones por varias razones. En primer lugar, es un nuevo golpe asestado contra el multilateralismo y los esfuerzos para regular la globalización. Porque, en un mundo dominado por una única superpotencia, la elaboración de reglas comunes, vinculantes para todos, es una protección mucho más eficaz para los débiles que el cara a cara desigual con EE UU. Éste no se ha equivocado. Robert Zoellick, el representante estadounidense ante la Organización Mundial del Comercio (OMC), declaró tranquilamente a la salida de la conferencia: "La estrategia comercial de EE UU avanza en varios frentes. Tenemos acuerdos bilaterales con seis países. Negociaremos con los otros catorce". Por otro lado, a un año de las elecciones presidenciales estadounidenses, esto permite al actual Gobierno no comprometerse con la reforma del Farm Bill, el sistema de subvenciones a los agricultores que ha hecho mucho por la popularidad del presidente Bush. Por último, el Gobierno puede extender al ámbito comercial su política brutalmente unilateral en todos los demás terrenos. A la salida de la conferencia, Robert Zoellick dejó bien claro, bajo la forma de una velada amenaza, que el Gobierno estadounidense diferenciaría en el futuro entre los Estados que "cooperaron" en Cancún y los demás.

Para los europeos, el fracaso de las negociaciones es negativo. Les interesa que se establezca un sistema para regular eficazmente la globalización. Y sólo pueden influir en la evolución de la economía mundial a través del multilateralismo.

En cuanto a los países del Sur, el statu quo actual, caracterizado por un cierre de facto de los mercados del Norte a sus producciones, es tan desfavorable para ellos que, en realidad, parecen ser los grandes perdedores de este fracaso. Es cierto que, aquí también, hay que matizar las cosas. Si su rechazo les obliga a soportar por más tiempo una situación ya dramática para su población, este "no" simboliza también la entrada en una nueva era. Los países ricos han subestimado al mismo tiempo la aparición de verdaderas nuevas potencias económicas en el Sur (Brasil, India y China) y el rechazo a una pobreza que es un cáncer para los países pobres. Además, en las próximas décadas se producirá un cambio demográfico que verá cómo el Norte envejece, merma, frente a un Sur poderosamente joven. El 98% del crecimiento demográfico tiene hoy lugar en el Sur. ¿Quién puede creer que se podrá seguir negando el desarrollo a estas pobla-ciones? El "no" del Sur puede parecer una victoria inmediata para EE UU, pero en realidad es, sobre todo, una victoria simbólica para el Sur. Y no es poco.

En adelante se abren dos vías para el futuro de las relaciones comerciales mundiales. La del statu quo y del desarrollo del bilateralismo, impulsado por el momento por EE UU. No permitirá ni responder a las necesidades de los países con economías nuevas y pobres, ni enfrentarse a los desafíos de la globalización. En segundo lugar, la de una reforma de la OMC. Europa debe emprender esta vía. Es la única que puede desembocar en nuevas regulaciones de la globalización. Para ello, las negociaciones comerciales no deben estar sometidas a un régimen distinto al de las demás negociaciones multilaterales. La OMC debe estar integrada en la ONU de modo que pueda realizar su labor de forma coherente con la de los demás organismos de Naciones Unidas: Oficina Internacional del Trabajo (OIT), Organización Mundial de la Salud (OMS), etcétera. La creación de un Consejo de Seguridad Económica que reúna a los grandes países industrializados, a los grandes países con economías nuevas y a los representantes de los países más pobres, permitiría orientar la evolución de la globalización no en función únicamente de los intereses de las multinacionales y de los grupos de presión económicos, sino hacia unas políticas encaminadas a conseguir un desarrollo más equilibrado del planeta. Esto supone que el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial actúen asimismo en coherencia con la nueva OMC, de ahí su necesaria sumisión al Consejo de Seguridad Económica.

Dicha reforma será muy difícil de poner en marcha. El actual Gobierno estadounidense ya ha hecho saber claramente que se opone a ello. Mientras tanto, Europa debe replantearse sus decisiones estratégicas bajo la perspectiva de las próximas negociaciones. A todas luces, debe tener más en cuenta al Sur y, sobre todo, las necesidades de África. Vecina directa de este continente, debe "aprovechar" el fracaso actual para hacer prevalecer el punto de vista que durante largo tiempo ha sido el suyo y que sigue siéndolo parcialmente: el de unas relaciones diferenciadas con los países más pobres. Los acuerdos regionales que ha establecido con los países mediterráneos y los países de África podrían ser replanteados dentro de una perspectiva de mayor solidaridad y una búsqueda de complementariedades más estrechas entre ambos continentes. La renovación de los acuerdos regionales puede ser la matriz de futuros acuerdos internacionales, por fin aceptables para el Sur. Tanto por su pasado como por su proximidad geográfica, Europa es la mejor situada para impulsar este cambio.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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