Tras las huellas del Cometa
Relatos de los hombres y mujeres que ayudaron a salvar a cientos de aviadores aliados
Georges Duffé, ex piloto de la RAF, guarda la fotografía como un tesoro. En ella se ve a un joven y apuesto inglés junto al mugalari Florentino Goikoetxea en un reencuentro años después de la odisea que vivieron juntos en 1943. Entonces era un chaval. Hoy tiene 80 años y aún vive para contarlo.
- ¿En algún momento pensó que podía ser derribado?
- El 8% de los Halifax eran derribados en cada acción, pero yo nunca pensé que pudiera pasarme a mí y mucho menos en mi primer vuelo de combate.
- ¿Cómo fue?
- Nos llamaron el 22 de junio del 42. Nos reunieron y nos marcaron en el mapa el objetivo alemán: Mulheim. Los ocho miembros de la tripulación nunca habíamos volado juntos, era la primera vez que nos veíamos. Yo iba de copiloto, era mi primer vuelo de combate.
Georges Duffé rememora cómo cruzó clandestinamente la frontera en 1943 cuando era piloto de la RAF
- Y el último.
- Y el último de guerra, porque luego he trabajado 35 años de piloto civil en British Airways. Salimos 400 aviones con seis toneladas de bombas en cada uno. Antes de llegar al objetivo, cuando cruzábamos Holanda, un haz de luces los alumbró y quedamos al descubierto de las unidades antiaéreas. El impacto provocó fuego y confusión en la nave, perdimos el ala derecha. Todo estaba oscuro. Yo tardé mucho en saltar. Lo hice sólo cuando faltaban 500 metros. Me tiré en paracaídas con tres de mis compañeros; uno murió en el aire, dos fueron capturados al llegar a tierra y yo pude escapar y esconderme en una granja.
- ¿Conectó pronto con la red?
- Me costó mucho, porque en ese momento la organización estaba infiltrada de agentes de la Gestapo. Se había registrado una caída importante, de manera que tuve que esperar diez meses escondido en Holanda. Fue un período difícil, hasta que la Inteligencia Militar preparó todo con Comète para llegar al País Vasco, cruzando Bruselas y París.
- ¿Cómo fue el paso por dos países ocupados por los nazis?
- De una tensión infinita. Yo sólo hablaba inglés y había que recorrer muchos kilómetros sorteando controles en trenes donde viajaban también los agentes de la Gestapo. Una simple pregunta y todo se desbarataba.
- Y llegó a los Pririneos.
- Fue en septiembre de 1943. Estuve dos días escondido en casa de Kattalin Agirre, en Ciboure, hasta que se acordó el día para pasar la frontera.
- Es entonces cuando conoce a Florentino Goikoetxea.
- Estaba esperándonos al final del túnel del ferrocarril Hendaya-París, junto a Jean François Nothomb, Franco, responsable del sector. La primera impresión que tuve de aquel hombrote fue que inspiraba confianza. Pronto nos pusimos a andar los tres en silencio, camino de la frontera, sabiendo que había que seguir burlando a los alemanes. Yo sabía que de cada cuatro pilotos que pasaban caía uno y el que caía iba a un campo de concentración o lo mataban. Pero era importante salvar pilotos, así que...
- ¿Valía mucho la vida de un piloto?
- Para las autoridades inglesas valía más que la de un soldado. Salvar a los pilotos era prioritario, porque la imagen de un piloto derribado capaz de evadirse y regresar vivo era motivo de ejemplo para la moral combatiente y porque el alto mando consideraba más útil para la guerra a un piloto que a un soldado.
- Hablábamos de su evasión.
- El trayecto fue duro, entre montañas, de noche, con frío y con alpargatas. Yo estaba en cierto estado de ansiedad que Florentino ayudó a disipar.
- ¿Cómo?
- Con un pedo. Marchábamos en silencio, reprimiendo la respiración. Y en esto, en medio de la noche, Florentino se volvió hacia atrás. Hizo un gesto de silencio, pshssssss, miró a los lados y soltó un sonoro pedo al tiempo que decía "¡por Franco!", por el general. A partir de ese momento perdí el miedo y mi principal problema fue contener la risa.
- ¿Y lo consiguió?
- En absoluto. Tras hacer un alto en el caserío Bidegain-Berri, en los montes de Urrugne, Florentino se acercó a un escondite en la maleza preguntando muy alterado: "¿Dónde está mi coñac?" Cuando lo encontró, sacó una botella de Terry y nos la bebimos para combatir el frío y animar el espíritu. Bajamos hasta el Bidasoa alegres, casi dando tumbos. Desde entonces soy un adicto al Terry, le debo la vida.
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