Los dioses ardientes y tristes
En uno de sus últimos ensayos, la escritora francesa aventura una clasificación de los hombres según el tipo de mirada que tienen sobre las cosas. La de Balzac es la del buscador de tesoros; la de Goethe, un espejo; la de Hugo, un faro; la de Novalis o Keats, la mirada temblorosa de los astros. ¿Cuál fue la suya? Una doble mirada que podría resumirse en dos de sus personajes más emblemáticos: el emperador Adriano y el alquimista Zenón. La del primero es la mirada de la inteligencia, del que cree en la posibilidad de una comunicación racional entre los hombres, y, a través de ella, de una relación entre el lenguaje, el pensamiento y el mundo; la del segundo es la mirada del visionario, la de aquel que descubre un hiato entre él y las cosas, que sólo el ejercicio de la imaginación puede ayudarle a salvar. Les une sin embargo una misma convicción, la de que es preciso estar atento a "la voz de las cosas", y que es en el mundo de la forma donde esa ansiada comunicación tiene lugar.
"El poeta", afirma Adriano en uno de los capítulos de estas memorias apócrifas, "sólo triunfa de las rutinas y sólo impone su pensamiento a las palabras gracias a esfuerzos tan prolongados y asiduos como mis tareas de emperador". Un esfuerzo semejante fue el que le exigió a Yourcenar la redacción de este libro, que empezó a los 20 años de edad y que tardaría cerca de 30 años en darle su forma definitiva. Se trata del retrato de una voz. Las confesiones del emperador Adriano al joven que ha elegido para sucederle, y que no es otro que Marco Aurelio. El culto por el clasicismo, el amor a las leyes de la ciudad, la búsqueda de la justicia, forman parte de este legado helenizante que el emperador Adriano plantea como un desafío permanente contra esa pérdida de forma que constantemente nos amenaza y que hay que tratar de conjurar como sea.
Sin embargo, el hombre que había restablecido la hacienda del Estado, impulsado la agricultura y las obras públicas, dictado leyes y mejorado la situación de los esclavos, que había reedificado Atenas y construido bibliotecas y templos, declara en el término de sus días: "Cuando considero mi vida, me espanta considerarla informe". Viejo y enfermo, Adriano se volverá entonces hacia su propia alma, esa almita tierna y cariñosa, huésped y compañera de su cuerpo en el mundo, a la que ha dedicado su poema más conocido, para pedirle que le ayude a entrar en la muerte con los ojos abiertos. Sus últimos pensamientos han sido para su favorito Antínoo, un esclavo de Asia Menor cuya trágica muerte ha ensombrecido su vejez. "El culto de Antínoo", declara lleno de melancolía, "parecía la más alocada de mis empresas, desbordamiento de un dolor que sólo a mí concernía. Pero nuestra época está ávida de dioses; prefiere los más ardientes, los más tristes, los que mezclan al vino de la vida una amarga miel de ultratumba". Adriano sabe que esos dioses son también los que prefieren los poetas. Tal vez por eso la imagen que quiere hacer perdurar en la memoria de los que habrán de sucederle es la de ese niño que se suicida para protegerle de los malos presagios de un oráculo. Adriano le eleva a la categoría de divinidad y dedica a su persona un gran número de estatuas y la ciudad de Antinoópolis. Nunca antes se había asistido, y nunca más se asistirá, a una supervivencia y multiplicación semejante en la piedra de un único rostro. No el rostro de un hombre de Estado ni de un filósofo, sino el de alguien que fue amado. Y ésa es la inesperada conclusión de este libro en verdad excepcional, que el ser más poderoso de la tierra termine descubriendo que sólo desea pasar a la historia como el guardián de la belleza de ese rostro que ama.
Babelia
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