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Tribuna:EN LA MUERTE DE RIEFENSTAHL
Tribuna
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Leni, Buñuel y Roosevelt

La muerte de la cineasta alemana Leni Riefenstahl el pasado 9 de septiembre me trae a la memoria algo que una vez me contó Luis Buñuel. Durante la Segunda Guerra Mundial, el gran realizador aragonés trabajaba en la cineteca del Museo de Arte Moderno de Nueva York a las órdenes de Iris Barry. Refugiado de la guerra de España, antifranquista convencido, desilusionado de Hollywood y la imposibilidad de hacer en California un cine personal, Buñuel encontró refugio en el museo neoyorquino, el ilustre MOMA.

Allí le fue encargada una misión que resultó imposible. A saber, tomar la película de Leni Riefenstahl sobre las concentraciones nazis en el estadio de Núremberg, El triunfo de la voluntad, y transformarla de épico canto de exaltación germánica y nazi a arma de la propaganda contraria. O sea: Buñuel debía tomar la película de Leni, que lo era de propaganda nazi, y convertirla en película de propaganda antinazi.

Vivió el resto de su larga vida, 101 años, declarándose inocente y pasando por idiota

Buñuel realizó concienzudamente su trabajo inspirado por sus propias convicciones antifascistas, pero acaso determinado también por un respeto inevitable a la calidad estética de la película de Riefenstahl. Terminado el nuevo montaje antinazi, Buñuel lo mostró en proyección privada a dos cineastas amigos suyos: Charles Chaplin y René Clair. Cada vez que Adolfo Hitler aparecía en la pantalla, Chaplin -me contó Buñuel- se desternillaba de risa, señalaba con el índice al Führer y exclamaba:

-¡Me está imitando! ¿Se dan cuenta? ¡No hace más que imitarme a mí!

Chaplin, de hecho, estaba relacionando con toda justicia la figura real de Adolfo Hitler con la espléndida y corrosiva parodia de El gran dictador, la película donde Chaplin aparece como el sosia de Hitler, rebautizado Adenoid Hinkel, y ejecuta una de las escenas clásicas de la historia del cine: el baile con el globo terráqueo.

Pero mientras Chaplin reía inconteniblemente, René Clair guardaba un sombrío y gálico silencio. Por más hábil que fuese la nueva edición de Buñuel, a Clair no dejaba de preocuparle el poder estético del filme, la novedad misma que Riefenstahl traía al arte cinematográfico mediante su uso del montaje, el movimiento de cámara, los ángulos de las tomas, su hábil evocación de la épica grecorromana, el culto del cuerpo, la fascinación pagada. Riefenstahl, en efecto -y así lo entendió Clair-, era una nazi, pero también artista. Y su arte revolucionaba, con anterioridad a El ciudadano, de Welles, todas las formas establecidas de la estética cinematográfica.

René Clair sugirió que la película le fuese exhibida al presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt en la Casa Blanca. La proyección tuvo lugar y la opinión del presidente demócrata y líder de la Segunda Guerra fue terminante:

-No exhiban nunca esta película. Consérvenla, pero no la muestren. Si el público llega a verla, quedará convencido de que los nazis son invencibles. Es una película que desmoraliza nuestro esfuerzo bélico.

Clair, Buñuel y el MOMA aceptaron las muy claras razones políticas del gran presidente norteamericano. Hoy podemos ver El triunfo de la voluntad y el otro filme documental de Riefenstahl sobre las Olimpiadas de Berlín en 1938. No basta enterarse de que, con el apoyo del régimen, la directora contó, para El triunfo de la voluntad, con 30 cámaras, y para las Olimpiadas, con 45. Semejante ilimitado apoyo debió tener un precio político. Riefenstahl, al terminar la guerra, pasó cuatro años en campos de detención aliados hasta ser absuelta, en 1952, por un tribunal de desnazificación alemán. Vivió el resto de su larga vida, 101 años, declarándose inocente y pasando por idiota. No era ni lo uno ni lo otro. Pero su afiliación política hitlerista es salvada acaso -milagros del ojo de la cámara- por el momento sublime en que Leni filma la mueca de repugnancia y furia de Hitler cuando el atleta negro Jesse Owens, en la Olimpiada de Berlín, obtiene cuatro medallas de oro. El Führer, negándose a felicitar a un ser de "raza inferior", se retiró del estadio.

El Tercer Reich, según su propia propaganda, debía durar mil años. Sólo alcanzó una parva docena antes de derrumbarse en 1945 en medio de las llamas de ese mismo Berlín glorificado por la Riefenstahl en su documental. En cambio, Jesse Owens mantuvo su récord de salto largo mundial durante 25 años. El negro dobló la duración del ario.

Y las películas de Leni Riefenstahl, vistas por el ojo frío del tiempo, seguirán siendo grandes lecciones de cine y, a pesar de su autora, grandes monumentos fúnebres al más monstruoso régimen político de toda la historia. Más monstruoso, inclusive, que su más cercano competidor, el de Stalin, porque éste surgió de una nación cargada de retrasos y lastrada de dogmas políticos y religiosos. En tanto que Hitler y su pandilla llegaron a violar la cultura de Beethoven y Schubert, de Goethe y Schiller, de Kant y Schopenhauer. Por eso, cada vez que un 11 de septiembre pienso no sólo en las víctimas del salvaje atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, sino también en el atentado igualmente brutal de Pinochet contra la democracia chilena, me curo en salud. Si de la democracia chilena del Frente Popular, la prensa libre, los sindicatos autónomos y la ciudadanía ilustrada pudo surgir, a pesar de todo, un chacal asesino como Pinochet, y si de la gran cultura de Alemania otra bestia del mal como Hitler, ¿quién está a salvo? Como lo advierte Ariel Dorfman, que nadie se duerma sobre sus laureles. Las películas de Leni Riefenstahl sobre la gloria hitlerista deben verse junto con el documental de Alain Resnais sobre el universo concentracionario nazi, Noche y niebla. Porque, como en otra ocasión me dijo el gran Buñuel: "Mil cadáveres son una terrible estadística. Un solo cadáver eliminado por la sinrazón política es un clamor de justicia".

Podría ser el epitafio a la grandeza y a la miseria de Leni Riefenstahl (1902-2003).

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