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El mito de la memoria histórica

Francesc de Carreras

Unos amigos me comentaron el otro día, durante una apacible cena de fin de semana, que se enteraron por este periódico de que Isaac Albéniz era catalán.

En efecto, Rafael Nadal lo hacía constar en un estupendo artículo titulado Dalí y los cerdos (El PAÍS, 3 de julio de 2003), en el que ironizaba sobre las relaciones del pintor de Cadaqués con las actuales autoridades políticas catalanas. Como saben, el año próximo será el Año Dalí por decisión del Gobierno de la Generalitat y tendremos que aguantar estoicamente toda la parafernalia oficial y oficiosa que a tal efecto se lleve a cabo. Como aperitivo, el conseller en cap, Artur Mas, lo anunció de forma ciertamente surrealista al decir que sería una magnífica ocasión para expresar, de nuevo, el patriotismo de los catalanes. ¿Se imaginan a un primer ministro francés diciendo que un homenaje a André Breton debería ser ocasión de manifestar el patriotismo de los franceses? La carcajada hubiera traspasado los Pirineos. En los países serios, o se rinde homenaje a un artista o se rinde homenaje a la patria. Pretender hacer las dos cosas a la vez, en una especie de dos en uno, quizá para ahorrarse así esfuerzo y dinero, se considera una muestra de tacañería impresentable. Sin embargo, las ridículas palabras de Mas pasaron, como es natural en este país, casi desapercibidas, con la muy honorable excepción de un gran artículo de Joan de Sagarra (EL PAÍS, 8 de junio).

Pero a lo que íbamos: mis amigos descubrieron asombrados que Isaac Albéniz -compositor de las obras Iberia, El Albaicín, Rapsodia española, Suite española, Cantos de España y La Alhambra- era, mira por donde, catalán. Nació en Camprodón en 1860, más tarde residió en Barcelona, Madrid, París, para ser finalmente un viajero incansable y un ciudadano del mundo. ¿Por qué no sabían mis amigos que Albéniz era catalán? No lo sabían porque, a pesar de que en la Cataluña de los últimos 25 años estemos diciendo continuamente que es muy importante la memoria histórica, se practica, en realidad, una memoria selectiva: sólo honramos a aquellos que consideramos como nuestros por ser ideológicamente afines o bien, aun sin serlo, porque puedan utilizarse para los intereses políticos de la Cataluña oficial. Para decirlo en el estilo de Artur Mas, premiamos a los patriotas, y si no lo son, como es el caso de Dalí, porque pueden servir para nuestros servicios de agitación y propaganda.

Rafael Nadal ponía otros ejemplos de olvidos nada casuales: los de Enrique Granados y Josep Maria Sert, también en su momento ignorados como catalanes insignes por nuestras autoridades autonómicas. El Año Dalí, en el que tengo la quizá vana esperanza de volver a ver el extraordinario Daalí de Albert Boadella, no será por tanto un homenaje al artista, sino, como Mas ha dicho, una nueva ocasión de utilizarlo para hacer propaganda política.

Mientras tanto, otros catalanes relevantes van quedando entre sombras, en el olvido, en todo caso en el olvido oficial. Hace un par de semanas murió a los 94 años un jurista insigne: José Puig Brutau. Casi no ha quedado ningún rastro en los periódicos de los días siguientes: sólo tres esquelas en La Vanguardia y una excelente necrológica a cargo del profesor Juan-Ramón Capella en EL PAÍS. Nada más, que yo sepa. Mi universidad, la Autónoma, le distinguió nombrándolo doctor honoris causa en 1981. La Cataluña oficial no le distinguió con la Creu de Sant Jordi, quizá porque firmaba sus libros con su nombre en castellano, quizá porque no se había dedicado, con la intensidad que se le exige a un buen patriota, al cultivo del derecho civil catalán, aunque viviera en la barcelonesa Rambla de Catalunya. Pero Puig Brutau es conocido en España y en Latinoamérica como el autor que mejor ha sabido incorporar las enseñanzas del derecho anglosajón a nuestro rígido derecho de raíz continental. Ciertamente, los patriotas tienen razón: no se había dedicado a las cosas de aquí, ¿por qué debemos honrarle? Esta es la estrecha mentalidad de quienes nos gobiernan desde las instituciones y desde la sociedad.

Otro caso parecido es el de Juan Perucho, que el pasado lunes se despedía para siempre de sus lectores en un breve y emotivo artículo en La Vanguardia, periódico del que era colaborador habitual. Perucho es un gran poeta catalán olvidado. Cojo del estante su libro de poemas Aurora per vosaltres, finalista del premi Óssa Menor de 1951, con introducción de Carles Riba y bellísimas ilustraciones de Maria Girona y Albert Ráfols Casamada. "He retrobat la vida i el respir / de la terra, la deliciosa fuga / de l'abril sota els llibres, vers el rostre / que redreça el somrís, vers l'esperança / a la deriva d'una veu. / Cal donar al viatger la pau de casa, / l'hora que fóu viscuda, tan alegre. / Els anys, però, no tornen".

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Perucho es también un extraordinario prosista imaginativo, un precursor, junto a Álvaro Cunqueiro, del realismo mágico que puso tan de moda Gabriel García Márquez, del relato sobre lo que sucede al otro lado del espejo, en ocasiones más veraz que lo que en él se refleja. Pero Perucho escribió siempre en catalán y en castellano, en Destino y en La Vanguardia, y nunca pidió permiso a nadie para decir lo que pensaba. Cosas que no perdonan los sectarios que han gobernado y gobiernan nuestra cultura. Por ello Perucho no ha obtenido las máximas distinciones literarias catalanas, aunque sí el Premio Nacional de las Letras del año 2002, que otorga el Ministerio de Cultura. En los últimos tiempos, Perucho se ha quejado amargamente, en sus escritos, del rechazo que le han demostrado las esferas oficiales de la cultura catalana, de la tan corta de miras cultura oficial catalana.

Recuperar la memoria histórica. ¡Vaya farsa, vaya mito! Utilizar la cultura como agit-prop: esa es la pura y nefasta realidad.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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