Universidad: ley mala, resultado previsible
Se recordará que hubo un tiempo en que era habitual en nuestra enseñanza superior una sensación esperanzada de que resultaba posible un cambio importante con la general colaboración de todos los grupos profesionales, sociales y políticos. La ley aprobada en su momento por el PSOE había tenido sus inconvenientes y ventajas, pero, de cualquier modo, daba la sensación de estar ya agotada. Existía también un acuerdo en la esencia de lo que debieran ser las reformas a adoptar. La victoria del PP por mayoría absoluta y la rigidez de quien asumió la responsabilidad ministerial correspondiente malbarataron una oportunidad excepcional. Lo lógico, como casi siempre en materia educativa, hubiera sido recurrir a un consenso que hubiera facilitado estabilidad a medio plazo y evitado la posibilidad de cometer errores. Hubo numerosas invocaciones a él, apadrinadas por el mundo profesional; no se hizo caso. El resultado era, desde entonces, previsible y la realidad ha venido a confirmar los peores temores. Basta consultar al profesorado, el elemento más estable de la Universidad: la sensación de descorazonamiento está generalizada. Incluso muchos de los más cercanos al PP no ocultan que hubiera sido mejor hacer las cosas de otra manera.
Ante todo se han perdido dos años que podían haber contribuido a acercar la Universidad española a la europea. Con la nueva legislación ha sido necesario proceder a la redacción de nuevos estatutos y a nuevas elecciones; ni siquiera está elaborada aún buena parte del desarrollo reglamentario de la ley. Mientras se ponían en funcionamiento unos procedimientos barrocos, y por ello mismo costosos, la financiación de la Universidad española sigue siendo la mitad de la europea. La dotación para investigación científica fundamental está en peligro por la segregación a otro ministerio, la consideración de que lo fundamental es la tecnología y una gestión burocrática de una increíble patosidad.
Pero hay que añadir además otros cuatro factores que inducen al pesimismo. No voy a tratar de examinar de modo detallado la fórmula para la elección de rector, sino más bien cuáles han sido las consecuencias de la misma. El procedimiento es complejo y caro, pero sobre todo se presta a agravar dos males que ya existían en la Universidad. En ella es, en principio, deseable que primen los criterios de la profesionalidad, ajenos al intervencionismo exterior. Ahora bien, el tipo de campaña al que se ven obligados los candidatos exige una financiación importante, en especial con vistas a la movilización de los estudiantes, y eso favorece la presencia de intereses no estrictamente universitarios. Es obvio que hay estudiantes y profesores conservadores o izquierdistas, lo que no tiene sentido es que partidos, sindicatos o empresas los organicen para una elección rectoral. Nunca como ahora lo han hecho. Por otro lado, con el sistema vigente se fomenta el elevado número de candidatos a rector y, por tanto, las segundas vueltas. Así, la autoridad rectoral se ve afectada por los inevitables pactos en ese momento y resulta mermada desde un prinUno de los grandes inconvenientes que se atribuía a la legislación anterior es mantener un sistema de selección del profesorado endogámico, condenado a un nivel de calidad deficiente. Esa crítica era muy justa y debía ser resuelta. Pero el camino que se ha seguido en la práctica, por culpa de la legislación y por el modo de aplicarla, está produciendo, aparte de confusión, lentitud y ninguna sensación de independencia e imparcialidad.
Lo primero que necesita una Agencia de Evalución universitaria es respetabilidad. No se adquiere ésta por el procedimiento de poner al frente de ella a un cargo político, marginando a los rectores y seleccionando a evaluadores discutibles. El resultado inevitable de esta situación ha sido la acusación de arbitrariedad; el porcentaje de los evaluados negativamente parece excesivo, como si se hubiera querido obtener a base de severidad ese respeto no alcanzado de otro modo. A medio plazo, ese mal despegue de la Agencia de Evaluación va a producir la proliferación de nuevas agencias de las comunidades autónomas (ya existe la catalana y está en germen la madrileña). La tentación de la endogamia puede, de este modo, convertirse en muy superior a la de antaño.
Pero la selección del profesorado tiene otros graves inconvenientes que ya aparecen con claridad meridiana. Hasta el momento, el ministerio no ha proporcionado los instrumentos legales y reglamentarios para atender al profesorado contratado, y menos aún al profesorado por contratar, esos jóvenes doctores que han concluido sus becas y que podrían aspirar a unos puestos vacantes necesitados de ser cubiertos. De perdurar esta situación, se fomentaría la tendencia a la multiplicación de sistemas de promoción de candidatos en cada comunidad por el procedimiento del contrato. De hecho, existe ya esta situación en Cataluña.
Si existe un atasco en el primer escalón del profesorado, la complicación es mayor aún en el superior. Hasta el momento actual la habilitación como catedrático se hacía por tribunales de cinco miembros, dos de los cuales correspondían al departamento receptor; la fórmula resultaba endogámica. La nueva, en la práctica, da resultados delirantes. Los tribunales son ahora de siete miembros por sorteo; la habilitación se celebra en el lugar de residencia del presidente. Como los candidatos son muchos, se van a dar casos como que, al empezar el próximo curso, unos cuarenta profesores de una especialidad tengan que estar viajando entre su destino y Palma (o más de un centenar a Alicante, en otra), con los considerables dispendios económicos y en tiempo de docencia que pueden imaginarse.
El panorama parece desolador, pero quizá se pudiera ofrecer una complementaria impresión más positiva. Como antes de la elección del año 2000, hay una solución para todos estos problemas: sentarse y hablar. En definitiva, ese consenso que ya entonces fue posible y que sólo un cambio en el ministerio haría viable.
Javier Tusell es historiador.
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