Un libro desvela la soledad compartida de Laforet y Sender
'Puedo contar contigo' recopila las cartas entre ambos escritores durante 10 años
"Un clima de nieblas, de lluvias constantes y hollín". Así describe Carmen Laforet (Barcelona, 1921) la España de los sesenta a Ramón J. Sender (Chalamera de Cinca, Huesca, 1901-San Diego, EE UU, 1982) en una de las cartas del epistolario que ambos forjaron durante diez años (1965-1975) y que ahora revela Destino en el volumen Puedo contar contigo. Correspondencia. El libro, cuya edición ha corrido a cargo de Israel Rolón Barada, revela la relación entre Sender y Laforet desde que se conocieron en 1965 con motivo de un viaje que la escritora realizó a Estados Unidos.
Al emprender el viaje, Laforet recordó que tenía una deuda pendiente con el autor de Réquien por un campesino
español: agradecerle una antigua carta que él le escribió el 5 de octubre de 1947, conmovido tras la lectura de Nada. Una mezcla de pudor y de pereza le impidió a ella contestar: al parecer, deconocía entonces quién era Sender, cuya obra era difícil de encontrar en la España franquista, si bien hay estudiosos que han visto en Nada influencias de algún relato anterior publicado en periódicos por Sender. Fue en Los Ángeles donde se produjo el encuentro y el exiliado quedó cautivado por la extraña personalidad de Laforet, a quien ya admiraba como autora: la luminosidad todavía infantil que destilaba su cara convivía con una compleja y tortuosa relación con la escritura. Después de publicar sus primeras novelas, escribir se había convertido en una áspera cuesta arriba. Nació así una amistad entre dos solitarios que en apariencia apenas tenían puntos comunes. En las primeras cartas se tratan de usted, pero tras tantear Sender el tuteo en 1967, ambos lo asumen a partir de 1968.
A menudo, Sender insta a su amiga a que no abandone su obra. "Tuvo usted la rara fortuna (peligrosa) de comenzar con una obra maestra", reconoce, lo que dificulta que "le parezca bien lo que hace si no es mejor que aquello (lo que es difícil)", le escribe el 2 de febrero de 1966. Un escollo con el que Laforet lidiará toda su vida sin salir victoriosa. "Robe tiempo al tiempo y escóndase, y siga trabajando (...) en lo que nadie puede hacer sino usted", insiste él dirigiéndose a la autora. "Usted escribe como mujer igual (quiero decir en cuanto a la disposición moral) que yo como hombre", asegura en enero de 1967. De forma sutil se dirige también a la mujer sin duda sugestiva que es para él Carmen Laforet, pero ésta se escapa y nunca responde en este registro, ni siquiera cuando se separa de su marido, Manuel Cerezales. La ternura y la confidencia, además de la mutua admiración, se bastan para cimentar su epistolario.
Contar la verdad
Laforet le confía el 10 de febrero de 1967: "Voy a ver si puedo alquilar una casa en el campo (...) para pasar al menos tres días completos sola, con la novela". Se refería a La insolación, inicio de una trilogía de la que sólo publicó la obra citada. En la misma carta le confiesa su gran ambición literaria: escribir una novela "sobre un mundo que no se conoce más que por fuera porque no ha encontrado su lenguaje... El mundo del gineceo". Laforet aclara que no se refiere a la frase de Platón en El banquete: "Tenemos las mujeres del gineceo para la casa y los hijos...", sino "al mundo que domina secretamente la vida (...). Instintivamente la mujer se adapta y organiza unas leyes inflexibles, hipócritas en muchas situaciones para un dominio terrible... Las pobres escritoras no hemos contado nunca la verdad aunque queramos. La literatura la inventó el varón y seguimos empleando el mínimo enfoque para las cosas. Yo quisiera intentar una traición para dar algo de ese secreto, para que poco a poco vaya dejando de existir esa fuerza de dominio, y hombres y mujeres nos entendamos mejor, sin sometimientos (...) Pero, ¿verdad que está usted de acuerdo en que lo verdaderamente femino en la situación humana las mujeres no lo hemos dicho, y cuando lo hemos intentado ha sido con lenguaje prestado?".
El exiliado va más lejos en su desnudez, y su obsesión por volver a España se transparenta. La permanencia de Franco, a quien Sender llama en sus cartas "pequeño César", o el
cesarito, le impedía cumplir ese sueño, al desconfiar de que fuera bien recibido. Laforet, aun sabiendo que Sender quería cerrar la herida del exilio, le advertía de los peligros de la vuelta, no por razones políticas, asunto que la autora siempre bordeó, sino por la mediocridad ambiental.
La correspondencia permite ahondar en la intimidad de Sender, en su honda soledad, y al mismo tiempo en su rabiosa capacidad de resistencia. "Desde que salí de Francia en 1939", escribe el 20 de junio de 1975, "he estado en el limbo, y estoy tan aburrido de la soledad y de las cosas a contrapelo y de las inepcias que me rodean, y de la falta de sabor de los amores que se usan (muy fáciles pero bastante insípidos), que estoy tentado de dejar el país y marchar a España, aunque sea cambiar el limbo por el infierno, al menos en el infierno se llora o se ríe, se arriesga algo y se puede vivir o morir como Dios manda".
Las cartas ponen de manifiesto el abismo no sólo de la edad, sino de sus diferentes actitudes: un escritor exiliado con la obra hecha que ansía volver y ser publicado en España, una escritora que busca salir de la asfixia y huir del país. Las cartas de Laforet explican su laberinto como escritora y su paulatino abandono: al hosco ambiente literario y social que sucedió a su éxito, unido a la dedicación a sus cinco hijos, hay que añadir la sima que creció entre la autora y su marido. A pesar de que Manuel Cerezales, crítico y editor, podría haber sido un acicate para escribir y un apoyo exterior para alguien tan individualista como Laforet, comenzó a representar para la escritora la falta de libertad para vivir y crear. De forma velada, el 17 de septiembre de 1970, ella le habla a Sender de su crisis matrimonial: "Ahora tendré más libertad para moverme que durante los últimos veinticuatro años. Y también creo que más libertad de espíritu". Una vez separada, en 1971, le narra, en cartas escritas desde lugares diversos -Sender le hace notar que tiene en su agenda más de diez direcciones distintas de ella-, sus escaramuzas con la escritura. La falta de arraigo en un lugar, pese a su intento de establecerse en Roma, unida a una menor seguridad económica, la convierten en una vagabunda, más que en la escritora que seguía queriendo ser.
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