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Reportaje:

Cuba, bodas de sangre con la cultura

Fidel Castro ha privilegiado las relaciones con los intelectuales para promocionar su régimen

La última edición de la Feria Internacional del Libro de La Habana, uno de los eventos que reúnen a los intelectuales del régimen castrista con los representantes de la cultura de todo el mundo, se ha celebrado en el recinto de la ex prisión de La Cabaña: es un castillo muy conocido en la capital cubana porque siempre fue utilizado como prisión y porque la mayoría de los fusilamientos del régimen han tenido lugar entre sus muros. Esta efeméride borra de un plumazo una historia de sangre que se prolonga desde hace más de cuarenta años e ilustra el ambiente simbólico en que en la isla se celebran las bodas entre la cultura y el terror.

Estas bodas de sangre responden hoy a intereses puramente económicos: con la ambición de asegurarse posiciones de ventajas consolidables en cuanto el tirano fallezca, y con él, el régimen, las editoriales occidentales han instalado en La Habana sus librerías, bajo permiso oficial y sometiendo mansamente los títulos de su catálogo al visto bueno del comisario político que corresponda.

El encarcelamiento en 1969 del poeta Heberto Padilla abrió los ojos a muchos escritores occidentales
El régimen cubano fundó una serie de instituciones para atraer intelectuales influyentes
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Por cierto, que ya sucedía algo parecido a principios de los sesenta, en tiempos en que Carlos Barral era el editor de vanguardia en España. En Cuando

las horas veloces recuerda su entrada en Cuba de la mano de Feltrinelli -tanto sedujo la revolución al editor italiano, que éste acabó ejerciendo en su país de terrorista autodidacta y explotando con la bomba que portaba- y cómo negociaba con Heberto Padilla los detalles de "nuestra operación comercial como si estuviéramos elaborando un comunicado en lugar de un contrato mercantil. Discutíamos uno por uno los libros en oferta y el número de ejemplares que pudiera convenir, y siempre en términos estrictamente literarios o ideológicos, a veces estrictamente estilísticos, lo que no creo que haya ocurrido jamás en este tipo de negocios".

El nuevo régimen trabajó en asegurarse el apoyo de los intelectuales en Occidente fascinados por los aspectos juveniles, anárquicos y románticos de la revolución, a cuyo prestigio iban a colaborar con canciones, relatos, poemas, entrevistas y declaraciones públicas, que formarían en torno a ella un imaginario seductor con dos polos: Fidel Castro, como David caribeño y pobre frente al rico Goliat de los Estados Unidos, y Ernesto Guevara, como Cristo redivivo y de nuevo crucificado en un Gólgota de Bolivia.

¿Cómo pudo una dictadura tan evidente y cruel seducir a tantos intelectuales valiosos? ¿Por qué, por ejemplo, el Pen Club, organismo tan activo en la defensa de los escritores perseguidos en las dictaduras comunistas europeas, no ha manifestado, en 40 años, más que repulsas puntuales contra la situación de los escritores en la isla? ¿Por qué Le Monde, un diario que durante la guerra fría fue decisivo en la formación de la opinión de las izquierdas europeas, fue tan comprensivo con Castro?

En parte son los sueños y fantasmas familiares de Occidente, en parte los frutos de una política cultural. El régimen cubano fundó una serie de instituciones y eventos con ánimo de atraer intelectuales influyentes. Ferias del libro y festivales de cine, congresos, ediciones; la institución más importante, la Casa de las Américas, con una revista y un premio homónimos, atraía cada año a numerosos intelectuales como miembros de jurados. La política cultural se institucionaliza en varios ministerios y altos organismos: el "Departamento América" del Comité Central perfila la política de partido hacia el continente en diversos campos, entre ellos el cultural; en el Ministerio de Cultura, varias instituciones se dedican a establecer vínculos con América: poetas, ensayistas y escritores fueron invitados constantemente a la isla, donde se les trataba a cuerpo de rey y se les deparaban atenciones privilegiadas (médicas, de ocio, etcétera). Simultáneamente, a través de los intelectuales cubanos adictos se estableció una política de contrainteligencia para captar intelectuales de otros países. Una sección del Ministerio del Interior se ocupó de los intelectuales extranjeros en relación con Cuba, tanto en las visitas a la isla como en su potencialidad futura como defensores de la revolución.

El intelectual más influyente de la posguerra europea, el filósofo francés Jean-Paul Sartre, visitó Cuba con Simone de Beauvoir en 1960, y a su regreso dedicó a la revolución castrista varios artículos en France

Soir, que luego se reunirían en el libro Huracán sobre el azúcar. El libro de Sartre mira y elogia; la suya no es una mirada entregada del todo, pero da el pistoletazo de salida, marca el tono de la adhesión.

Julio Cortázar, Octavio Paz, Hans Magnus Enszensberger, Graham Greene, etcétera, sintieron la llamada de La Habana. El patriarca de las letras isleñas, Lezama Lima, vio la revolución presentarse a sus ojos como el cumplimiento de su proyecto poético; tiempo tendría para desengañarse amargamente. Para algunos, como Cortázar, esa revolución era ideal, pues nacía libre de los crímenes y la arterioesclerosis burocrática soviética. El autor de Rayuela veía cumplirse, muy propiamente en el trópico, un sueño arcádico y un arquetipo del pastoralismo anglosajón: "Los cubanos no odian a nadie y no tienen miedo a nadie. Son como niños en muchos aspectos; juegan, se ríen, trabajan bailando, cantan", escribe a Paul Blackburn. Y Pablo Neruda dedica a Castro y sus barbudos una "canción de gesta" que quizá no esté entre lo más memorable de su ingente producción en verso, pero que es reveladora: "... Fidel Castro, con quince de los suyos / y con la libertad baja a la arena. / La isla estaba oscura como de luto, / pero izaron la luz como bandera... Fatigados y ardientes caminaban/ por honor y deber hacia la guerra. / No tenían más armas que su sangre: / iban desnudos como si nacieran. / Y así nació la libertad de Cuba".

Otros, como Wole Soyinka, no apreciaban tanto la revolución cubana propiamente dicha cuanto los efectos de su geopolítica en remotas latitudes: las campañas militares en las guerras africanas o el establecimiento de los primeros vínculos de cohesión cultural iberoamericana. En muchos otros casos, como los del Nobel Gabriel García Márquez o el popularísimo Graham Greene, contumaces en la amistad con espadones de uniforme, hay que suponer que del Comandante, con su viril pistola siempre al cinto, emana una "erótica del poder": veáse el extraordinario ensayo La hora final de Castro, de Andrés Oppenheimer, y Permiso para vivir, de Alfredo Bryce Echenique. Finalmente, en algunos casos se ha tratado de periodistas y literatos cantamañanas que los servicios de inteligencia del régimen han considerado potencialmente influyentes, y que han aprovechado la ocasión revolucionaria para beber roncitos en el trópico y tumbar mulatas extrañamente enamoradizas y extrañamente curiosas de sus opiniones y contactos.

En 1969, el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla, antes alto funcionario cultural, por criticar al régimen en su libro Fuera de juego, abrió los ojos a muchos intelectuales occidentales, especialmente cuando Padilla se sometió a una "autocrítica" calcada de los procesos de Moscú. Hans Magnus Enzensberger, amigo y traductor de Padilla, rompe con Cuba. Sartre y Beauvoir llegan a perseguir por las calles de París a Alejo Carpentier, diplomático de Castro, gritándole "¡Canalla, miserable!" (según anécdota de Cabrera Infante en Mea Cuba). Y así la mayoría de los citados, como fue el caso de Octavio Paz, entre otros. Pero otras plumas, no todas de menor enjundia, y en España especialmente las más cercanas al comunismo y a algunos nacionalismos irredentos, han mantenido hasta ahora prietas las filas alrededor de Castro e incólume la fe en su causa.

Han tenido que llegar, hace unos días, los últimos encarcelamientos masivos de intelectuales y sus condenas de décadas de cárcel por delitos de opinión y el fusilamiento de tres infelices lesos de secuestrar una barca para exiliarse (y a quienes se les ha aplicado literalmente el lema castrista "patria o muerte") para que un escritor como el Nobel José Saramago, que hace muy pocos años aún creía en la revolución cubana y la definía como un estado de ánimo, anunciase que hasta aquí ha llegado su sintonía, o su paciencia, con Castro. Otros mantienen un silencio clamoroso. Y otros, como el poeta Mario Benedetti, siguen considerando el castrismo un fenómeno progresista, de izquierdas, antiimperialista...

El Nobel Gabriel García Márquez y Fidel Castro, en un acto celebrado en Cuba en noviembre de 2002.
El Nobel Gabriel García Márquez y Fidel Castro, en un acto celebrado en Cuba en noviembre de 2002.ASSOCIATED PRESS
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