Artista del alma
Muy próximo a arribar a la rotunda y bíblica cifra vital de los 100 años, la trayectoria de Jorge Oteiza, nacido en la localidad guipuzcoana de Orio el año 1908, se ha acreditado, sin embargo, más por la intensidad que por la extensión cronológica, aunque tampoco se privara de alcanzar una muy alta edad. Como le corresponde a un ser apasionado hasta el extremo, a un extremista, a un radical, todo lo que hizo, e hizo de todo -arte, arquitectura, enseñanza, poesía, ensayo, política, etcétera-, literalmente alcanzaba el punto álgido de ignición, se fundía entre sus poderosas manos, porque él se involucraba a fondo en las cosas y las recreaba a su manera. Oteiza era un rebelde, un inconformista, un polemista nato, como, en definitiva, sólo lo puede ser un creador. Desde que decidió abandonar sus estudios de medicina en Madrid a fines de la década de los veinte del pasado siglo para dedicarse a la escultura, tras leer un tratado de hidráulica y descubrir, fascinado, la bioquímica, no dejó de adentrarse por el universo de la investigación científica y la experimentación poética del espacio, que para él comprendía no sólo la dimensión física de la realidad, sino sus resonancias psíquicas y antropológicas. En este sentido, usando el mítico modelo de la ancestral identidad vasca, Oteiza llegó a ser una especie de escultor del alma humana, pensada desde su prehistórica raíz más arcana, como lo reflejó, sobre todo, en sus dos mejores libros, Quosque tandem...! Ensayo de interpretación estética del alma vasca (1963) y Ejercicios espirituales en un túnel. En busca y encuentro de nuestra identidad perdida (1965-66), donde trató de definir una estética existencial, basada en el reencuentro por parte del arte contemporáneo de la primigenia alma europea, históricamente aplastada por la tradición latina, un conflicto que cabe traducir, en términos artísticos, como la lucha emprendida entre el clasicismo y la revolucionaria vanguardia de nuestra época.
Era un auténtico volcán en desbordante erupción de ideas, intuiciones, saberes insólitos
De todas formas, antes de la redacción de estas tesis, la vida y la obra de Jorge Oteiza había dado muchas vueltas. Así, durante la primera mitad de la conflictiva década de 1930, cuando ya estaba plenamente dedicado a la escultura, formó parte del interesante núcleo vanguardista de San Sebastián, del que se separó para marcharse a América, en 1935: residió sucesivamente en Chile, Argentina, Colombia y Perú. Durante los casi tres lustros de periplo americano, Oteiza no sólo continuó su personal trabajo escultórico, que desde el principio mostró su fascinación por la plástica primitiva, acercándose enseguida a la obra afín de Henry Moore, sino que también ejerció una importante labor docente como profesor de modelado y cerámica, además de iniciar su ardorosa y polémica actividad de teórico, con la publicación del ensayo-manifiesto Carta a los artistas de América sobre el arte nuevo en la posguerra (1944).
De todas formas, su etapa dorada como escultor tuvo lugar durante la década de 1950, cuando, reintegrado a su país natal, se convirtió en una de las figuras claves de la esplendorosa vanguardia española de ese momento, en la que hubo no pocos creadores vascos de primerísima magnitud, sobre todo en la escultura, como, por supuesto, Eduardo Chillida, que también entonces iniciaba su portentosa carrera internacional, pero también Néstor Basterretxea. Fruto de este momento de feliz y febril actividad creadora, Oteiza obtuvo el Premio Internacional de Escultura en la IV Bienal de São Paulo de 1957. Al final de esta década, Oteiza llegó a la prodigiosa síntesis y depuración formal que revelan su serie Desocupación de la esfera (1957-58) o sus Cajas vacías (1958). A partir de la siguiente década de 1960, Oteiza abandonó la práctica convencional de la escultura, aunque no sus investigaciones plásticas, como luego demostró al exhibir, muchos años después, en 1988, con motivo de la antológica celebrada en Madrid, Barcelona y Bilbao, una fascinante multitud de pequeñas maquetas.
Sea como sea, este "silencio" creativo de Oteiza como escultor, que algunos han interpretado como un adelantamiento de la crisis de la vanguardia, tal y como se manifestó a través de los movimientos terminales del minimalismo y el conceptual, no supuso, ni mucho menos, ninguna actitud inactiva; por el contrario, a partir de entonces se multiplicó la presencia pública de Oteiza, no sólo a través de sus libros y declaraciones, sino también con la creación de grupos como Gaur o de la Escuela de Deba.
Inquieto y exigente, su ardorosa intemperancia, que no se apaciguó hasta fechas recientes, dio tantos dolores de cabeza a sus amigos como a sus enemigos, aumentando su aislamiento y su mítica aureola de pertinaz luchador intempestivo. Afortunadamente, ni siquiera estas dificultades, que se creaba o le creaban, impidieron que, por lo menos en el último tramo de su procelosa existencia, obtuviera el alto reconocimiento que merecía por muy diversos motivos. No me refiero a la concesión de las más altas distinciones de nuestro país, como la medalla de oro de las Bellas Artes o el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, sino a la sincera admiración hacia su obra por parte de grandes figuras internacionales, como Richard Serra o Frank Ghery, así como por parte de las nuevas generaciones de artistas vascos, de críticos y del público en general. Por lo demás, para quienes tuvimos el privilegio de tratarlo personalmente, la experiencia resultó imborrable, porque Oteiza era un auténtico volcán en desbordante erupción de ideas, ocurrencias, intuiciones, análisis originales, saberes insólitos, puntos de vista fascinantes, improperios divertidos, sugerencias poéticas: un frenético caudal de energía física y mental. Aunque hoy ya está definitivamente establecida su importancia histórica como uno de los más grandes escultores de la segunda mitad del siglo XX, aún queda una labor crítica ingente por realizar para ordenar y poner en su debido valor muchas de las contribuciones en los otros diversos campos creativos que frecuentó, porque, en este sentido, Oteiza fue artista en esa dimensión plural que exigió el mejor espíritu de la vanguardia del siglo XX, el de los creadores que se impusieron como misión refundar el mundo, ser escultores del alma humana y no sólo de obras materiales.
Babelia
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