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DESAPARECE EL GRAN MAESTRO DE LA COMEDIA ITALIANA
Columna
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El humor subversivo de un conservador

Hay algo que perturba y pone una gota de incongruencia en la celebridad que deja a su espalda el inmenso Alberto Sordi, y es que lo que más se suele elogiar de él, porque es el lado más evidente de su ingenio cómico, son los aspectos menos meritorios de su obra, que es mucho menos amable y muchísimo más enrevesada de lo que parece.

Logró bordar Sordi, y por ello se le rinde culto, la preciosa paradoja de arrancar gozosos momentos de esplendor de su aspecto y sus comportamientos de hombre gris, un tipo urbano casi demasiado común, de perfil huidizo e impreciso, vulgar e incluso con pinta de algo soso. Pero, al mismo tiempo, se suele ignorar, o se arrincona en un segundo plano, su inteligencia para volver del revés como un saco la fuente natural de sus ocurrencias y deducir de ella -y no es ajeno al vigor de estos bruscos trazos el hecho de que brotan involuntariamente de su pasión histriónica y de su invencible gana de ser el único dueño de la pantalla- los movimientos de un violento e ingobernable latigazo gestual, que es una de las representaciones más duras, severas y pesimistas que se ha hecho nunca de la vida y la gente italiana y, puesto que Italia somos todos, de cualquier rincón lleno de luz y turbulencias del siglo XX.

Si se ve y, sobre todo, si se vuelve a ver la obra de Sordi desde esta angulación áspera y endurecedora -que da un raro, casi delirante, pero nítido, poder subversivo a un espíritu conservador-, hay películas suyas y, sobre todo, hay instantes de intenso fuego cómico que estallan en ellas, que ofrecen vistas ahora un sorprendente aspecto de inéditas, o cuando menos de no vistas hasta el fondo, hasta la raíz. Porque la vigencia de la comicidad de Sordi procede de que -como ocurre en los laboratorios y las trastiendas del genio de Totó, Anna Magnani y, en otra onda, de Vittorio Gassman- hay teatro radical, primordial, en los resortes de su juego, un teatro de gran gesto, que sobrevive atenuado o larvado desde el arranque de su carrera en muchas películas de la hermosa deriva del neorrealismo hacia la comedia y el sainete del despertar de la pesadilla histórica italiana.

Proceden las volutas del ingenio de Alberto Sordi del humo de los golfos, hondos y libérrimos escenarios de los teatros de la revista y la sainetería de la vieja y terca Roma resistente al fascismo en los años treinta y cuarenta. Y eso marca desde dentro al abrupto humor de Sordi y esculpe el lado indefinible y escurridizo de este bufo perplejo, irónico y capaz de hacer -saltando así de una a otra punta de las alas de su vuelo cómico- en Todos a casa (Luigi Comencini, 1960) uno de los más delicados y sutiles, pero despiadados, retratos de la doblez humana; y de emprender en Historia de un pobre hombre (Ettore Scola, 1995) una cruel y violentísima representación, que hiere a los ojos, de la miseria de la dignidad y de la nobleza del envejecimiento, moviendo en formidables bandazos la máscara de su personaje -que como la de todo verdadero histrión, es siempre una cínica y abrupta sombra, o mueca, de su máscara íntima- desde la seda de la comedia naturalista a los límites extremos de la comicidad negra del esperpento.

Ambas películas son parte del ramillete de sus obras maestras, en el que estallan sus trabajos con Dino Risi en Vida difícil, Vittorio de Sica en El juicio universal, Federico Fellini en Los inútiles y Roma, y, sobre todo, con el gran Mario Monicelli en Un héroe de nuestro tiempo, El médico y el curandero, La Gran Guerra, Un burgués pequeño muy pequeño y los cortos Ciertos pequeñísimos pecados y Primeros auxilios, del filme colectivo Que viva Italia. Son tan sólo algunos de sus muchos y portentosos fogonazos de comicidad que, a veces, pero sin continuidad y sin cuajar en una obra redonda, se alargan en las 18 películas en que se dirigió a sí mismo y en las que desplegó algunas de sus bruscas e inimitables oscilaciones entre la cordura y el despropósito, la ironía y el sarcasmo, la naturalidad y la monstruosidad, choques y más choques de contrarios que saltan de este inabarcable y tortuoso personaje, un bufo de genio, que lograba embaucar al espectador y llevárselo al huerto sin pedirle nunca -al contrario, pidiéndole que se distanciase- que se identificase con él.

Alberto Sordi, con Giulietta Massina, en 1990 en Madrid.
Alberto Sordi, con Giulietta Massina, en 1990 en Madrid.MANUEL ESCALERA
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