"La literatura fue mi coartada para conocer los bajos fondos"
Los padres de Xavier Velasco también querían que su único hijo fuera un hombre de bien, y el vástago, ganador de la sexta edición del Premio Alfaguara con Diablo guardián, salió lúcido y decente, pero un poco maldito y alborotador. "Dijo una vez Marlon Brando que no hay mejores mujeres que las putas, que una puta es capaz de darte cualquier sensación, o todas juntas...", le espetó a Saúl Hernández, cantante de Los Caimanes, durante una entrevista. El solista tampoco se anduvo por las ramas: "Estoy de acuerdo, pero sólo si se cumple una condición: conseguir que tu pareja se vuelva puta".
Una de las primeras llamadas del galardonado fue a sus padres. "Les acabo de decir que el título de la licenciatura que les debía ya ha quedado saldado". Xavier Velasco, de 44 años, con dos carreras por acabar, arrancó como crítico de rock, escribió la biografía musical de la banda liderada por el cuate Hernández y, virtuoso ya en la narración, recreó las correrías del grupo Sonora Fabergé en Los hijos de Ziggy Stardust. Su producción periodística escruta la realidad social con una perspicacia ácida, desopilante, certera. El último libro, editado hace tres años por Cal y Arena, es Luna llena en las rocas, una antología del mundo de la noche y del tugurio, de la que fue mitad testigo, mitad protagonista. "Siempre tuve una curiosidad por los bajos fondos y supongo que la literatura fue mi coartada".
"En 'Diablo guardián' todo es posible, especialmente si está prohibido"
"Me condené a vivir toda la vida pensando en historias que no son las mías"
Una de las crónicas de esa obra nació de una conversación con Gabriela Ríos, La Che. Ella le confíó cosas que se dicen en los estadios más intimistas de borrachera, y que Velasco no contó, porque es íntegro y clarito en la clasificación de los valores. "Una mujer que se encuera en el escenario y para mantener a su familia deja que le laman el culo ciento veintiséis fulanos en una noche, me merece más respeto que quienes se la pasan criticando y diciendo lo que es bueno y lo que es malo". El universo literario de este mexicano que cursó Ciencias Políticas y Letras, sin acabarlas, "no las soportaba", no se agota en la licantropía noctámbula y en la recreación de lo singular.
Su universo es amplio, el estilo innovador y su lenguaje atrapa la onda de su generación y otras más jóvenes. Nacido en una familia de posibles, Xavier Velasco comenzó a escribir a los nueve años. "Fui un niño solitario. Un poco apestado". Sin intentarlo, sin pensarlo, descubrió en la literatura un juguete. Aprendió a jugar con papel y los maestros no riñen a los niños que escriben. "Por lo menos tenía algo que hacer. Si los demás niños no me invitaban a sus juegos yo jugaba solo. Construía historias. Y si quería más niños metía más personajes".
Nunca se propuso vivir de la literatura. Con la confesión llegó la advertencia de que habría de pasar mucha hambre. No le importó, ganó algo de dinero en la publicidad y la electrónica, y siguió escribiendo, delirando a veces consigo mismo. Dejó de ser el apestado de la infancia con los amigos que escuchaban rock, un ritmo que ambicionó para sus escritos. "Sin querer ser pretencioso, quería llevar la intensidad de la poesía a la prosa". Xavier Velasco pertenece al club de los que sudan tinta frente al folio. Humilde, considerándose inferior a los autores de su preferencia, se exigió tanto que, en ocasiones, paraba. Durante años avanzó hacia el lado equivocado del lápiz.
"Tengo un sentido del pudor muy alto", reconoce. "Lograba 50 cuartillas muy intensas, pero después no aguantaba la estructura. Voy a llegar a la cuartilla 100 dormido". Diablo guardián le obligó a pensar que ha sido una novela mimada. Velasco es un poco ácrata, pero no descuida la adecuada colocación de sujeto, verbo y predicado porque hacerlo traicionaría su ambición por la claridad en los conceptos. No es un académico. Nunca tuvo tiempo para acudir a talleres literarios y capillas de escritores y sí para vivir, sobre todo el mundo del rock, donde él y sus personajes vivieron a tope.
Durante una gira con Los Caimanes por Medellín, salió corriendo a buscar la tumba de Pablo Escobar. Buscaba lo suyo y el rock era casi un pretexto. Ha leído mucho, muchísimo, y en su trayectoria como narrador o ensayista no sólo influyeron los notables de la literatura universal, sino directores de cine como Roman Polanski o Werner Herzog, sus mundos de caos y héroes derrotados. "Mis jefes quizá son [Oscar] Wilde, [Fedor] Dostoievski o [Honoré de] Balzac". Entre los contemporáneos, desde Milan Kundera hasta Arturo Pérez-Reverte, Javier Marías o Alfredo Bryce Echenique.
Siempre se sintió un poquito discípulo distante de Mario Vargas Llosa. "He atendido cuanto consejo he visto que da. Su libro Cartas a un joven novelista lo tendría empastado en piel". Xavier Velasco recuerda dos de los mandamientos del autor peruano-español: amen a la literatura sobre todas las cosas y después hagan lo que les dé la gana. "Seguí el segundo, creo que mejor que el primero, pero acabé siguiendo el primero por una especie de deuda contraída". No obstante, desconfía mucho de la respetabilidad plástica del escritor, a la que muchas veces se recurre por inseguridad.
"He preferido no buscar esa respetabilidad, que me parece pétrea, solemne, y he tratado de buscar la vida, la literatura, porque pienso que están en el mismo lugar. Mal o bien, me condené a vivir toda la vida pensando en historias que no son las mías". De niño, le decían a su madre que Xavier era muy distraído cuando, en verdad, estaba concentrado en otra cosa. Hasta la fecha vive así y México es un filón para la concentración creativa. "Es maravilloso. Es el país donde todo se puede hacer. No es el hecho de que te puedes saltar las bardas, ahí están las leyes que no te lo permiten, pero tú ya sabes saltártelas, te ríes de las leyes".
¿Y políticamente dónde se sitúa? "Preferiría no situarme en ningún lado para evitar las náuseas". ¿Y eso? "Si yo fuera un periodista o un político, quizás tendría que tener una mayor congruencia, pero cuando eres novelista mi trabajo es dejarme seducir por todo tipo de ideas". No recuerda el momento en que contrajo el vicio del sigilo, del trabajo en la penumbra. Acaso por algún efecto colateral de su infancia, guardaba literatura en cajones aparte. De uno, sacó Diablo guardián, que empezó a pensar en 1987, pero "no había vivido todo lo que había que vivir". En 2000 volvió a ella.
"He recorrido algunos géneros, subgéneros e infragéneros, frecuentemente en busca de los elementos que, a mi entender, eran indispensables para la novela".
"Temo incluso", agrega, "que mi libro de crónicas nocturnas Luna llena en las rocas no sea sino una suerte de scouting por los dominios del Diablo guardián, donde todo es posible, especialmente si está prohibido". Quiere no envanecerse jamás de haber traicionado a la literatura, pero ello le libraría, dice, de amarla como se ama a Violeta, la protagonista de Diablo guardián: irracionalmente, inconvenientemente. "Uno traiciona lo que ama sólo para obligarse a amarlo dos veces, y después, las que sean necesarias".
Xavier Velasco perdió la cuenta de las veces que empezó el libro, siempre con diferentes títulos y personajes. "A menudo, escribir es tantear en la penumbra, persiguiendo las sombras de todo cuanto ignora. ¿Es la mano que escribe la del Diablo guardián? ¿Es la literatura una amante inconveniente? En el primer caso, no soy quién para saberlo. En el segundo, mejor me lo callo, no sea que se sepa". El crítico Enrique Serna dice que, a diferencia de los cronistas urbanos comprometidos, el sobresaliente escritor mexicano no se presenta ante sus lectores como un luchador cívico, y menos aún como una figura de autoridad moral. "Más bien asume con desenfado su condición de pícaro, actitud que le permite apartarse del ensayo antropológico, en donde el cronista es un espectador distanciado, y describir el reventón desde sus entrañas". Su crónica La agonía del chic y el retorno del naco vengador describe con mordacidad los abismos sociales en México, los mecanismos de admisión en la elitista discoteca El Quetzal, donde sólo los pijos adinerados pudieron ser socios. Había que pagar mil dólares por la membresía y aprobar un examen antinaco (naco: hortera, gente baja).
"Ah, el examen", explicaba Velasco. "De sólo ver a los pobrecitos aspirantes daban ganas de llorar. A menudo de risa. Unos mostraban el saldo de la cuenta bancaria, otros sacaban brillo a los recuerdos de sus viajes y casi ninguno perdía la ocasión de citar el sonoro nombre de una escuela prestigiosa (...). Creían, los muy cándidos que frecuentar El Quetzal los borraría para siempre de toda posible lista de nacos".
Babelia
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