Vino en el Empordà
La radio sigue hablando del crispado mundillo vasco, y del crispado desorden internacional, sometido a los peores rayos y truenos. Tengo la sensación de estar huyendo de la enfebrecida realidad. Me dirijo a un refugio seguro: al Motel Empordà, en donde me espera Jaume Subirós, piedra angular de esta entrañable, fundamental, posada gastronómica, punto de encuentro de todo tipo de gentes: payeses, menestrales o burgueses de la comarca, aficionados al buen yantar de Girona o Barcelona, partidarios de la buena mesa de Nimes, Ceret o Perpiñán y, en general, de cualquier boca lúcida, sea cual sea su origen, rango o condición. El Empordà invernal oculta su belleza. En los campos, domina el marrón, los verdes duermen, la llanura está ensimismada. Sólo los olivos muestran su cabellera de metal. Y los cipreses: con sus lanzas negras, protegen a los huertos de la tramontana. En Figueres, cuando llego, veo brillar el oro de una mimosa. La primavera, que hace su primer anuncio.
"Es un vino que necesita la retórica del oxímoron para ser descrito: contundencia amable, aplastante suavidad"
Reina una silenciosa diligencia, en el motel, a media mañana. Mientras espero, admiro en la vitrina del bar un Vega Sicilia del 72. Jaume llega armado con su cauta sonrisa. Le pregunto cuándo podrá exhibir el motel una joya vinícola ampurdanesa. No muchos años, afirma, optimista. Precisamente de vinos ampurdaneses tratará la excursión de hoy. Subimos al coche. Junto a nosotros, el joven sumiller de la casa, Carles Portell. Visitaremos las bodegas del Celler Espelt, entre los pueblos de Vilajuïga y Pau. Fue fundado hace apenas tres años, sobre unos viñedos y terrenos agrícolas que agrupó el abuelo Lluís, ya fallecido, que fue alma de la cooperativa de vinos de Pau. Agricultores inquietos y prósperos emprendores, los Espelt son excelentes representantes de un sector agrícola ampurdanés que ya nada tiene que ver con el indolente y fatalista payés que retrató Josep Pla. Lluís Espelt murió en plena actividad. Había fracasado en su intento de reconvertir la cooperativa en una bodega de alta ambición, pero le dio tiempo de ver cómo su nieta, bióloga y enóloga, había heredado su pasión por dignificar el vino ampurdanés y se disponía a fundamentarla en un soberano conocimiento técnico y en unas espléndidas instalaciones.
Anna Espelt nos recibe con una deliciosa sonrisa. La primera sorpresa es la nave que alberga las instalaciones: construida en cemento, de formas mínimas y funcionales, de corte japonés, con sutiles detalles de intencionada decoración, con rectangulares ventanales abiertos al Empordà, con espacioso ámbito de degustación, con imponentes instalaciones técnicas entre las que destacan los fenomenales depósitos de aluminio, la oscura bodega con sus botas de roble y un impoluto laboratorio en el que puede analizarse al momento la evolución del vino.
Le brillan los ojos, a Anna, cuando le hablo del Terres negres, su primer vino importante, que conocí gracias a Modest Prats (que tiene para estas cosas, y para tantas otras, la boca de cardenal). Terres negres es un tinto de cuerpo entero (80% Cabernet, 20% Cariñena) que, en un primer embate, se apodera del paladar con la fuerza aguerrida que tradicionalmente caracterizaba a los vinos de la comarca; pero enseguida confirma el dominio con suaves caricias, con tacto exquisito. Es un vino que necesita la retórica del oxímoron para ser descrito: contundencia amable, aplastante suavidad. He aquí una característica que define los nuevos caldos de la comarca. Los que hacen los Oliver Conti, los Guardiola de Capmany, los Aspres o los Clos d'Agon. Sin embargo, a diferencia de todos ellos, condicionados por una producción restringida y obligados a sobrecargar los precios, el Celler Espelt pretende tomar la iniciativa democrática. El objetivo, hacia el que avanzan con prudentes pasos, es el de convertir sus bodegas en una empresa de tipo medio capaz de convertir el vino del Empordà en un serio competidor de los clásicos Rioja o Penedès. Se trata de crear vinos de prestigio, pero, a la vez, ofrecer caldos dignos a este amplio público que empieza a tener conciencia de sus papilas gustativas a pesar de no contar con bolsillos de oro.
Hablamos de todo esto visitando la finca. Con una pasión que maravilla, Anna Espelt cuenta cómo se crea un vino. Cualquier detalle es capital: la composición de la tierra, la altura de los emparrados, el roble de las botas. Atravesamos las primeras viñas de Cabernet que plantó el abuelo Espelt, en tierra llana, de aluvión, pero subimos hacia el pedregoso monte, en las estribaciones del cabo de Creus, para observar las que está plantando Anna sobre suelos graníticos, minerales, que darán vinos más especiados, con el carné de identidad muy singular. Anna está en todo: "Aquí crecen unas cepas de garnacha, que son altas y frondosas y protegerán del viento a estas otras de Syrah, que son muy frágiles". Arrancaron la vieja y socorrida Cariñena en todas partes, pero ahora un enólogo ha creado con ellas el mejor vino de Italia. Anna va a seguir esta vía y otras muchas. Mientras contemplo las viejas terrazas de piedra de unos terrenos abandonados que ahora volverán a producir, mientras contemplo el mar y la montaña y el prestigioso llano, en lo más áspero del Empordà, Anna cuenta cómo evita mezclar las uvas de cada terreno, cómo controla el crecimiento de cada variedad, cómo estudia el rendimiento de los diversos robles.
Después, en un santuario blanco y japonés, lleno de copas, probamos los vinos. El Quinze roures, dorado, es una delicia, un vino seco que sabe a mantequilla. Carles, el sumiller, glosa los vinos que Anna está creando. Probamos, al final, un Merlot que está en proceso, como un libro en galeradas. Huele a mineral y es ambiguo: es un vino y, a la vez, un líquido amniótico. Va a ser verdad lo que 10 años atrás era pura quimera: el vino del Empordà, que perdió su prestigio en tiempos de la filoxera, vuelve por sus fueros. Tiembla Rioja.
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