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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El último indio de la Tierra del Fuego

Cada vez estoy más convencido de que el azar juega a menudo con los dados marcados. Volví a experimentar esta sensación hace tan sólo unos días, durante un viaje a la lejana Tierra del Fuego. Llegué a Usuhaia, la ciudad más austral del mundo, envuelto en un frío y una niebla que encajaban la mar de bien con el paisaje que uno imagina para el fin del mundo: el termómetro marcaba tres grados y la niebla tenía la consistencia del puré de guisantes. Todo parecía responder a un guión preestablecido de connotaciones mágicas, pero había un pequeño problema: la niebla era tan espesa que no podía ver más allá de mis narices. No hacía falta ser un lince para deducir que era un mal día para pasear por la ciudad. Resultado: me quedé en el hotel leyendo un excelente libro: El último confín de la Tierra. En él, E. Lucas Bridges, hijo del primer colono de Usuhaia, narra las aventuras que vivió allí en su niñez y cuenta cómo creció en medio de una naturaleza hostil, dominada a menudo por un viento implacable y por un mar tempestuoso, y aprendió a convivir con los indios de la zona, los yaganes. Es un libro delicioso en el que asoma la magnética personalidad de un Robinson de carne y hueso que llegó a dominar la lengua de los yaganes y a ser iniciado como un indio más.

La única superviviente de los yaganes es ahora una mujer llamada Cristina, y tiene 72 años

Bridges recuerda en su libro lo sucedido a un indio llamado Jemmy Button, protagonista de una de esas terribles historias en las que la idea de humanidad y los límites de la civilización avanzan peligrosamente por el filo de la navaja. Button era uno de los cuatro indios fueguinos que en 1826 fueron llevados por el capitán Fitzroy a Inglaterra con el propósito de "convertirlos en seres civilizados y proporcionarles una vida más feliz". Uno de ellos murió de viruela, pero a lo largo de dos años los ingleses se empeñaron en educar a los otros tres: les vistieron a la europea, les enseñaron la lengua y las costumbres inglesas y les instruyeron en la fe cristiana. Cuando juzgaron que ya estaban suficientemente instruidos, Fitzroy decidió devolverles a la Tierra del Fuego. En este segundo viaje, realizado a bordo del Beagle, le acompañaba el naturalista Charles Darwin, que calificó a los yaganes de "desdichados salvajes de talla escasa y rostro repugnante". Cuando desembarcaron a los tres indios civilizados en la tierra de la que les habían alejado a la fuerza, junto con un misionero que había de encargarse de la evangelización, los otros yaganes les recibieron con una fría indiferencia. Cuando el Beagle se alejó, no dudaron en burlarse de ellos y en apoderarse de todo lo que llevaban. El misionero, vilipendiado por los indios, tuvo que ser rescatado al fin por la tripulación.

Los ingleses zarparon convencidos de que el virus de la civilización que habían contagiado a Jemmy Button y a sus dos compañeros no tardaría en propagarse a los otros yaganes. Sin embargo, cuando 15 meses después el Beagle regresó a Usuhaia, lo único que avistaron en aquellas costas fue a un indio desnudo que les saludaba con un ridículo saludo militar. Era Jemmy Button, que había renunciado a sus ropas inglesas y que ya no quería saber nada de la civilización. Los otros indios le habían marginado y él había podido comprobar lo inútiles que resultaban las enseñanzas recibidas en Inglaterra en el medio hostil de la Tierra del Fuego. Para acabar con esta triste historia de desencuentros culturales y de pretendidas supremacías vale la pena apuntar que años después, en 1859, Button se convertiría en el principal instigador del asesinato en masa de los miembros de la primera misión británica de la Tierra del Fuego.

Me quedé hasta muy tarde leyendo el libro de E. Lucas Bridges y cuando me dormí soñé con Jemmy Button y con aquellos lejanos tiempos en que los indios yaganes eran los dueños de la Tierra del Fuego. Al día siguiente, por suerte, salió el sol y el paisaje de Usuhaia se exhibió en todo su esplendor, con el majestuoso canal del Beagle reinando entre montes cubiertos de verde, islas desoladas y picos nevados. Me acerqué en barco hasta el llamado Faro del Fin del Mundo -un triste promontorio rocoso con una torre blanca y roja plantada en su corazón- y pude contemplar desde el mar la isla de Navarino, donde los yaganes campaban años atrás a sus anchas, y la estancia Viamonte, fundada por la familia Bridges en los años oscuros de finales del XIX. Cuando regresé de la excursión por el canal, tenía la sensación de haber hecho un repaso exhaustivo a los escenarios de El último confín de la Tierra, pero quedaba aún la sorpresa a la que hacía referencia al principio.

Una vez en tierra, después de pasar ante una tienda de recuerdos bautizada con el nombre de Jemmy Button (¡todo vale para el consumismo!), compré un diario que llamó mi atención más que nada por su nombre apocalíptico: Diario del Fin del Mundo. Una de las noticias destacadas hablaba precisamente de los yaganes. Decía el titular: "Muere Ursula Calderón, la penúltima indígena yagana". En el interior se informaba del fin de esta etnia milenaria y se indicaba que la única superviviente de los yaganes era ahora una mujer llamada Cristina, hermana de Úrsula, que tiene 72 años y vive en una isla del canal de Beagle. El último hombre yagán había muerto sin descendientes cinco años atrás.

Regresé al hotel con un torbellino de imágenes en la mente. Pensé en el triste destino de los yaganes, aquellos indios que encendían hogueras al paso de la expedición de Magallanes en 1520 y que motivaron que se bautizara a aquellas costas con el explosivo nombre de Tierra del Fuego. Pensé también en los pretendidos adelantos y en las trampas de la civilización, en el pobre Jemmy Button y en Cristina Calderón, la última de los yaganes... Pensé, al fin, en la teoría de la evolución expuesta por Darwin, aquel hombre que conoció a Jemmy Button y que calificó a los yaganes de "desdichados salvajes de talla escasa y rostro repugnante". Y me invadió una tristeza infinita.

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