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Editorial:TRIBUNA SANITARIA
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La ley de calidad del sistema nacional de salud

La Ley General de Sanidad de 1986 pretendía racionalizar y adaptar la política sanitaria a la realidad autonómica y, en lo referente a las líneas generales de distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas (CC AA), era respetuosa con la Constitución y los estatutos de autonomía. Sin embargo, al pretender compatibilizar la integración de los servicios públicos sanitarios con la estructura descentralizada del Estado, no detallaba el reparto de competencias. Desde esta perspectiva, iniciativas que aporten luz sobre el rol del Estado en la dirección de lo básico o de coordinación general del sistema han de ser bien recibidas.

El proyecto de Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud, en parte cubre ese vacío. Sin embargo, al igual que sucedió con la recientemente aprobada Ley Orgánica de Calidad de la Educación, el proyecto, más que perseguir la coordinación, parece dirigido a recuperar poderes ya transferidos a las CC AA. Por otra parte, el hecho de que muchas de las previsiones de la Ley General de Sanidad no se hayan podido desarrollar, unido a los cambios acontecidos desde 1986, harían aconsejable, antes de legislar con carácter básico, propiciar un debate amplio y un análisis de por qué la LGS ha tenido tan escasa plasmación práctica.

El proyecto, más que perseguir la coordinación, parece dirigido a recuperar poderes ya transferidos a las CC AA

Vivimos en un mundo de relaciones complejas e interdependencias múltiples, que incluyen además de los distintos niveles de gobierno, un sinfín de actores sociales y numerosos grupos de interés de la sociedad civil. Legislar y gobernar exige tomar en consideración esta realidad y actuar en consecuencia. La nueva ley ofrece algunas dudas al respecto. El problema no radica tanto en qué pretende regular, sino en el cómo propone hacerlo. Mejorar la coordinación, determinar las prestaciones incluidas o excluidas del servicio público, colaborar con las CC AA en la mejora de la accesibilidad al sistema, de la calidad del servicio, o promover la generación de información sanitaria que aporte valor añadido al conjunto del sistema, por ejemplo, son aspectos que pueden facilitarse con un abordaje legislativo adecuado.

Cuando en este proyecto de Ley se insiste en conceptos como la "alta inspección del Estado", se ignoran los escasos resultados obtenidos en el ejercicio de dicha función, tal y como fue concebida, echándose en falta un análisis crítico sobre por qué no se ha podido aplicar la mayor parte de previsiones de la Ley General de Sanidad. Igualmente, sorprende que se pretenda articular la participación a través de un Consejo centralizado dependiente del Ministerio de Sanidad y Consumo, cuando parece obvio que, si alguna manera hay de vencer la apatía participativa ante cualquier propuesta política, es fomentar la participación a nivel local, en el ámbito más cercano al entorno en el que las personas viven y reciben los servicios. Lo mismo podría decirse de la apuesta que hace el Proyecto de Ley por el Instituto de Salud Carlos III como forma centralizada y burocrática de fomentar la investigación. En general, el rol que el proyecto de ley reserva al Ministerio es más de controller del Sistema Nacional de Salud, que de governance del mismo, entendida como la capacidad de aportar valor añadido e inteligencia estratégica, desde una posición más próxima al concepto de primus interpares, que a la ortodoxia jerárquica central, clásica.

Pero si en algo queremos centrarnos en esta revisión es en el ordenamiento de las prestaciones y la cartera de servicios. Si bien el papel del ministerio en ese ámbito resulta indiscutible, lo que no parece tan claro es la fórmula que se propone para establecer el catálogo de prestaciones. Las dificultades de definir, de forma normativa y centralizada, las prestaciones, ya se habían detectado en experiencias similares (Oregón, EE UU, y Nueva Zelanda). A los problemas políticos propios de un proceso de esta naturaleza, se añaden los derivados del hecho de que las prioridades estatales no siempre reflejan las necesidades locales. Establecer además el catálogo de prestaciones, por ley, es utilizar una vía excesivamente rígida para manejar una realidad tremendamente cambiante. Lo mismo puede decirse en lo referente a lo inoportuno de definirla centralmente. En este caso, el papel -meramente consultivo- que se reserva al Consejo Interterritorial de Salud no parece que vaya a paliar dicha insuficiencia.

Resulta preocupante que la ley establezca que la prestación ortoprotésica o la atención sociosanitaria forman parte de las prestaciones del sistema sanitario público. Lo grave no es que se pretenda incluir estas prestaciones en la oferta de servicios. El problema radica en que la decisión no va acompañada de los recursos económicos adicionales necesarios. En otras palabras, las CC AA, en la medida que tienen transferidas las competencias en materia de sanidad, deberán ofrecer estas prestaciones, sin percibir recursos adicionales, cuando, ya hoy, los recursos son insuficientes para prestar los servicios actuales. En cualquier caso, el catálogo de prestaciones y la cartera de servicios deberían ser definidos de forma consensuada por el Consejo Interterritorial, limitándose el ministerio a dirigir el proceso de consenso y favorecer la consecución del mismo, además de legitimar desde el poder central la decisión adoptada colegiadamente con las CC AA. A partir del paquete básico y común de prestaciones, cada comunidad podría incrementar su oferta y, en tal caso, sí sería legítimo que la financiación adicional corriera a su cargo.

El caso de las prestaciones sociosanitarias merece comentario a parte. En España la población mayor de 65 años, desde 1950 hasta hoy, se ha doblado, y las expectativas son que esta tendencia incremente. Entre los mayores de 65 años, casi 7 millones de personas, un tercio muestra algún tipo de dependencia, es decir precisan de la ayuda de otra persona para realizar las actividades de la vida cotidiana. Hasta hoy, el Gobierno no ha abordado de forma integral -esta ley tampoco lo hace- la cuestión de la dependencia en España. "Ahorrarse" este ejercicio y definir, por ejemplo, la convalecencia como una prestación sociosanitaria en el marco de una ley de sanidad, quedando pendiente la determinación de la cartera de servicios específicos, conlleva el riesgo potencial de que se acabe equiparando atención a la dependencia con prestación sociosanitaria, o sanitaria a secas. Las consecuencias de este hecho irían desde la medicalización innecesaria de un conjunto de necesidades sociales hasta sobrecargar el sistema sanitario, ya insuficientemente financiado, con un sinfín de personas dependientes que podrían ser atendidas de forma más eficaz, eficiente y equitativa, en dispositivos sociales menos costosos.

Si se hubiera legislado con anterioridad definiendo qué se entiende por dependencia en España, especificando los distintos niveles, estableciendo qué organismo va a determinar el nivel, definiendo la cartera de servicios (no sólo los sanitarios) y las formas de acceso por parte de las personas dependientes, concretando los instrumentos de cobertura y el sistema de financiación y delimitando el ámbito de actuación de las distintas administraciones públicas; en tal caso quedaría minimizado el riesgo que supone legislar desde el sector salud sin haber establecido previamente dicho marco.

Plantear el problema de la atención a la dependencia, con rigor, y afrontarlo integralmente, supone reconocer la insuficiencia de los recursos públicos e implica definir un marco de colaboración entre los sectores público y privado. Abrir la puerta a la posibilidad de que cualquier situación de dependencia sea tributaria de recibir atención sociosanitaria equivale a obviar que, probablemente, en el futuro, el coste de la atención a las personas mayores dependientes en España no podrá sufragarse exclusivamente desde el sector público, ni exclusivamente desde el sector privado. Y por supuesto impide que se produzca el debate relativo al rol del Sistema Nacional de Salud en la atención a las personas mayores dependientes, desde la perspectiva de lo que sanitariamente resulta razonable.

Sin duda, estamos ante un proyecto de ley manifiestamente mejorable. Sería deseable que durante el trámite parlamentario se tomaran en cuenta este tipo de consideraciones y se buscara el consenso con el mayor número de grupos políticos, agentes sociales y organizaciones implicadas.

Josep Maria Via i Redons es profesor de ESADE.

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