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¿Responsables ante quién?

Juan Luis Cebrián

El presidente Aznar no se cansa de pedir responsabilidad a la oposición a la hora de solicitar su apoyo en la política belicista contra Irak, y yo no acabo de entender por qué es más responsable la actitud de quienes apoyan la guerra que la de quienes tratan de evitarla. Ser responsable significa, entre otras cosas, tener que responder a alguien de algo. La responsabilidad de los políticos en una democracia se ejerce ante los electores, es a ellos a quien resulta preciso rendir cuentas, y no sólo en ocasión de los comicios, sino de forma habitual ante los parlamentos y la opinión pública. De modo que es imposible suponer que ningún gobierno tenga mejor criterio o mayor capacidad moral que la oposición para establecer lo que es responsable y lo que no.

Algunos creen, sin embargo, que resulta irresponsable no apoyar a los dirigentes de un país en medio de crisis graves que merecen la consideración de asuntos de Estado. La política exterior es uno de los lugares comunes que se citan a este respecto, y con mucho mayor énfasis si el núcleo de lo que se debate es algo tan definitivamente serio como la guerra. Sugieren que, si se ve amenazada la seguridad nacional o los intereses patrios lo demandan, la disidencia respecto a la política oficial no sólo es lamentable, sino inadmisible, un acto antipatriótico rayano en la traición. En un reciente artículo en la revista Newsweek, el historiador Arthur Schlesinger, amigo y asesor del presidente Kennedy y uno de los mejores intelectuales americanos vivos, se plantea esta misma cuestión para contestarse abiertamente que, contra lo que esa tesis sugiere, en tiempos de guerra, cuando la decisión es enviar tropas a matar y a morir, la disidencia juega un papel todavía más importante en cualquier democracia que se precie de serlo. La Historia ofrece numerosas pruebas de ello. Quienes protestaron, por ejemplo, contra el aventurerismo yanqui en Vietnam fueron tratados y perseguidos como criminales, pero cuatro décadas después existe un consenso general respecto a que la escalada americana fue un error del que sólo se derivaron males mayores de los que pretendía atajar. Una acertada opinión de la que ya no podrán participar los miles y miles de muertos que costó la contienda, ni podrán tampoco pedirle responsabilidades a nadie por el fiasco.

Los esfuerzos del Gobierno norteamericano y quienes le apoyan por demostrar la maldad intrínseca del régimen iraquí están fuera de lugar. Sadam Husein ha sido un matarife desde que ocupó el poder y en no pocas ocasiones ha empleado su fuerza letal gracias a las armas que las potencias occidentales -Francia y los Estados Unidos primordialmente- le proporcionaban. Pero Occidente contempló impasible las matanzas de iraníes y kurdos perpetradas por el sátrapa que hoy detesta y antaño apoyó. Para esgrimir el concepto de legítima defensa a la hora de atacar ese país lo que los partidarios de la invasión deben demostrar -si quieren exhibirse como gobernantes responsables- es que existe un peligro inminente capaz de justificar la acción, que se saldará inevitablemente con miles de víctimas inocentes. De otra forma, la doctrina del ataque preventivo, asumida sin matices por nuestro Gobierno, es sólo un eufemismo para designar un acto de política imperialista. Conviene la precisión de que demostrar no significa proclamar o asegurar, sino ofrecer evidencias bastantes que permitan a los ciudadanos sopesar la gravedad de una decisión tan extraordinariamente importante como la de comenzar una guerra. Todo lo demás es un ejercicio de logomaquia autista, que no tiene nada que ver con el concepto de responsabilidad.

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Acusar de demagogia a quienes disienten, someter a trato vejatorio por parte de la policía a los ciudadanos que acuden a la tribuna del Congreso, limitar hasta el ridículo el derecho de manifestación, como pretende hacer el delegado gubernamental en Madrid, son también actos de manifiesta irresponsabilidad democrática, coherentes con la política del pensamiento único a la que felizmente parece que comienza a resistirse una parte de la ciudadanía. El derecho de manifestación es fundamental en toda democracia y la fluidez del tráfico no puede ser argumento para obstaculizarlo, mucho menos cuando de lo que se trata no es de defender una reivindicación parcial o sectorial de nadie, sino de la expresión popular frente a un hecho que nos afecta extraordinariamente a todos, como es la guerra. El fundador y actual presidente de honor del PP ya declaró en su día que la calle era suya, pero ignorábamos que la frase se hubiera convertido en dogma del partido, adueñado ya de tantas cosas que algunos de sus dirigentes comienzan a confundir el interés de España con sus manías y obsesiones. En cualquier caso, el papel de la autoridad es proteger y defender el derecho de los manifestantes, comportarse de otra forma es del todo irresponsable.

Esta guerra ha causado ya sus dos primeras víctimas antes de comenzar la batalla: las relaciones Europa-Estados Unidos y la cohesión interna de la Unión Europea. Para decirlo todo, me parece también sumamente irresponsable que los miembros de ésta aparezcan divididos ante la comunidad internacional y que esa división se haya hecho explícita en una carta pública, firmada y promovida por nuestro presidente. Las críticas a Chirac y Schroeder por su declaración conjunta, contraria en un principio a la intervención arma-

da, olvidan que se trataba de una propuesta para ser debatida en el seno de la Unión y que se hizo con motivo de las celebraciones de la reconciliación franco-alemana, piedra angular de la construcción del proyecto europeo.

Por último, considerar subversivo un cartel que dice NO A LA GUERRA me parece ya el colmo de la irresponsabilidad, porque lo evidentemente inaceptable sería una pegatina que dijera lo contrario, habida cuenta sobre todo de la afirmación de don Mariano Rajoy de que quien esté a favor de la guerra no se encuentra en sus cabales. En las actuales circunstancias ésta es, desde luego, una frase para meditar. Desgraciadamente yo conozco -y supongo que mucha otra gente también- a personas absolutamente cuerdas que quieren la guerra, están dispuestas a hacerla y a provocarla, y consideran que es una buena solución para muchas cosas. Yo mismo, en según qué ocasiones, me he mostrado a favor de intervenciones armadas concretas -en la antigua Yugoslavia, en Afganistán-, pues no creo que todas las guerras sean iguales, aunque todas sean horribles, salvo la de Perejil, ni que todos los terrorismos sean los mismos, aunque todos me parezcan detestables. O sea que también me parece irresponsable enarbolar la amenaza etarra como justificación de una política belicista del Gobierno americano, como irresponsable es igualmente tildar de antiamericanos a quienes no comulguen con la política de la Casa Blanca, salvo que el Gobierno español opere bajo la suposición de que, en este trance, ante quien tiene que responder de sus actos no es el Parlamento, el electorado ni la opinión, sino el presidente de los Estados Unidos de América. Yo por mi parte sólo soy responsable ante la ley, como cualquier ciudadano, y ante los lectores de este artículo, que tienen todo el derecho a pedirme cuentas por él. Por eso, las llamadas a la responsabilidad de un Gobierno que se muestra tan irresponsable a la hora de declarar la guerra y de firmar la paz me tienen sin cuidado. En un país democrático, los votantes saben que son quienes gobiernan los que tienen que responderles a ellos, y no la viceversa. Sólo los autócratas, como Sadam Husein, sueñan con hacerlo ante Dios y ante la Historia.

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