Maestro en todos los palos
Bien madrugador resultó el primer chispazo. En época donde la sola mención de su nombre podía ocasionar un serio disgusto, rodaba por la modesta biblioteca de mis padres Cordialidades, antología de versos para las escuelas, editada antes o una vez empezada la guerra, siempre en la España republicana. Dos cosas me maravillaron en el librillo: su portada, con la que descubrí la mise en abîme, ya entienden: un niño que lee un libro en cuya portada el mismo niño lee el mismo libro, y así hasta el vértigo; y unos versos tan limpios, alados y cadenciosos como para que se te quedaran a la segunda vez de oídos o leídos. Eran cancioncillas leves y galanas de los primeros y bien oreados libros de Rafael Alberti.
Otro escalón importante en mis lecturas y una desilusión: las inefables Mil mejores poesías de la lengua castellana, en alguna edición de los cuarenta, prescindían de aquella patata caliente. El esforzado erudito Bergua, en tiempos quizá teósofo o masón, optaría por la prudencia. Una buena historia de nuestra lírica, debida al juvenil Guillermo Díaz-Plaja -nunca la he visto citadas en las bibliografías-, editada en Barcelona en el 37 y también supervivencia extraña de la catástrofe, me dio noticias de la época primera del poeta, ya tan rotunda, virtuosa y plena, tan variada y lábil. En un asiento de la bien nutrida biblioteca de la Universidad de Murcia leí la vieja Antología de Gerardo Diego, que me mostró destellos y facetas nuevas de aquellas gemas del sur. Algunos tomos de bolsillo en la benemérita Losada dieron paso, ya en el oscuro Madrid de los primeros sesenta, a mi compra -casi medio sueldo mensual- de la primera recopilación argentina, casi completa, de su obra hasta el 61. Te la vendían de contrabando, entre susurros y al salir; mirabas prudente en torno, como Tarsicio con la Hostia, igual que un camello o un terrorista con sus mercancías. Aquel clandestino cofre de tesoros, aquella cueva de Ali Babá, me tuvo febril y amarrado al sillón días y días. Dejé amigos, salidas, no descolgaba el teléfono. A partir de entonces y hasta hoy sé de memoria libros enteros del vate portuense. Si inmensos eran Entre el clavel y la espada, Pleamar o A la pintura, no les iban a la zaga colecciones de atmósfera o contexto americanos y nostalgia andaluza tan hondas como Ora marítima, Retornos de lo vivo lejano o Baladas y canciones del Paraná. No menos que a través de Neruda, Borges o Cortázar, yo aprendí mi amor por América del Sur, en las rimas de Alberti. Y Rafael adquirió toda su estatura de mito y mi imaginario lo constituyó en el Pólux, vivo aunque remoto, de aquel Castor, que se deshacía bajo un olivo, a medio camino entre Alfacar y Víznar, otro proscrito, otro apestado.
Al igual que los cantaores de tronío o los grandes lidiadores de su país se manejan, respectivamente, en todos los palos y en todas las suertes y terrenos, Alberti se desenvolvió con la misma perfección en el neopopularismo; el superrealismo, el neogongotismo; la poesía erótica, civil y política; la elegía; la sátira; el canto a los "gozos de la vista" o el poema dramático. Tanto como en sus libros canónicos, yo he encontrado perlas de un peculiar y raro oriente en piezas poéticas, en apariencia ocasionales: una contraportada de disco de José Menese, cierto poema de cumpleaños a Dámaso Alonso, o a cuatro reyes, debidos al grabador Audivert.
Alberti nunca pretendió ser un gran teórico de su arte. Pero yo licencio muchos sesudos, eruditos y gruesos tomos de retórica y poética, si se me permite quedarme con estos dos alejandrinos, que resumen toda una ética y toda una estética del verso:
"Poeta, por ser claro, no se es mejor poeta;
Por oscuro, poeta, no lo olvides, tampoco".
Su últimos grandes libros fueron, para mí, Abierto a todas horas (1964) y Roma, peligro para caminantes (1968). Ahí, como en casi todo lo anterior, fulgura una manera de imaginar, sentir y decir, cuyo parangón y correlato sólo puedo encontrar en otros depurados y universales emblemas de su misma bendita tierra: el abismal pellizco de Camarón, las verónicas, desmayándose en el lance, de Pepe Luis Vázquez o los talismánicos brazos en alto de Lola Flores.
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