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Columna
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El auge del diablo

"No hay nada peor que aquellos que quieren hacer el bien, particularmente quienes quieren hacérselo a los otros". Con esta declaración arranca el libro La part du diable (Flammarion), que acaba de publicar Michel Maffesoli, al que se le conoce, sobre todo, por sus estudios sobre las tribus urbanas.

Las tribus urbanas tienen ganada fama de vandálicas y, en su interior, Maffesoli ha rastreado las partículas que no forman el centro del poder moral. Contra la fabricada idea norteamericana de un eje del mal, en el otro lado se alistaría su eje del bien. Pero ¿cuánta iniquidad no se ha inspirado en las buenas intenciones, sean cristianas o musulmanas? ¿Cuántas matanzas no han sido bendecidas? ¿Cuántos fanatismos asesinos no han crecido de la extremosidad divina? ¿Cómo no llegar de esta manera al punto en que lo bueno se convalida por lo malo y el bien se equipara al mal?

Si la nueva sociedad global ha inaugurado una nueva clase de humanidad, esta humanidad es mestiza, y lo mestizo fue siempre impuro, pecaminoso, fuente de lo aciago. Neutralizar este movimiento sería el trabajo de las fuerzas del bien, pero ¿cómo identificarse actualmente con ellas? ¿Cómo dar de verdad con su paradero?

Los valores han dejado sus antiguas instalaciones, y ahora, como todo lo demás, circulan, se canjean, se relativizan recíprocamente y necesitan reinterpretarse sin cesar. Los cambios de parejas o de residencia, las variaciones en el empleo y las relaciones, van fundando una sucesión de identidades y, en ocasiones, un puñado de identidades a la vez. Un yo único era el principio de la responsabilidad moral, pero varios yoes ¿qué clase de tribunal los juzga? ¿Cómo sentenciar sobre ellos sin acompañarlos de los volubles escenarios donde actúan?

El fundamento de una sola moral parece un proyecto de otra época cuando el multiculturalismo es la ley. Frente a la permanencia de un mismo código moral reaccionan las tribus urbanas, las etnias marginadas, las religiones emigrantes, las culturas de las minorías, los sordos a quienes no se les autoriza su lenguaje de signos, los desvalidos condenados a la extinción. La subversión, expresada unas veces por el terrorismo y otras por un silencio pasivo en la democracia, en la libertad oficial, va generando mareas de mal que se entremezclan. Mareas de mal que, en el caso de la pasividad de los jóvenes o la laxitud de los jubilados, se extiende como una denuncia sobre la decadencia del valor. ¿No será la hora -se pregunta Maffesoli- de atender estas fuerzas mórbidas que un día se manifiestan en las gradas del estadio y otros en los destrozos de fin de semana, en la violencia intradoméstica, en las masivas abstenciones de las elecciones generales, hasta cumplirse la paradoja de que Bush, el hombre que dirige el mundo, no ha sido elegido más que por el 20% de los electores de su nación?. En nombre del bien se han cometido enormes atrocidades sin que existiera apenas un buen refrendo humano. ¿Qué impediría entonces actuar en virtud del mal?

El bien y el mal, como lo hermoso y lo feo en el arte, como los géneros en la sexualidad o los detergentes en la ropa, se conmutan o se combinan y, frente a las ilusiones unitarias de la Ilustración, las opciones giran. ¿Una anarquía del valor? Una disgregación del valor, una infinita alteridad de los valores.

"Contra el progresismo judeo-cristiano que se empeñaba siempre en explicar, extraer de la plica, deshacer los pliegues de las cosas, Maffesoli resalta el ascenso de un pensamiento "progresivo" que comprende diferentes maneras de interpretar, que aceptaría los "pliegues de los arcaísmos premodernos" y que introduciría incluso el pensamiento errático o migratorio en correlación con la nueva manera de estar en el mundo. Un mundo que, a fuerza de quererse global, ha fundado una papilla esencialmente mixtificada, compuesta necesariamente de mil y un sabores, tan opuesta al pensamiento único como a la sagrada razón del bien común. ¿Ha llegado por fin el temible reino del diablo?

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