Desprestigio de la política
El Prestige puede acabar provocando una importante sacudida en la cada vez más frágil nave del Gobierno. Primero, porque los medios aportados para combatir el desastre de la marea negra no dejan de ser anecdóticos y chapuceros. Responden a una manifiesta falta de previsión. De repente hemos descubierto con perplejidad que no hay en este país un dispositivo adecuado para combatir con eficacia este tipo de tragedias que, lamentablemente, no son algo excepcional. Pero, en segundo lugar, porque ha habido una tardía, escasa y fría presencia pública en los lugares más afectados. Y esta última cuestión es más relevante de lo que parece a primera vista. Recordemos cómo Schröder consiguió levantar una lánguida campaña electoral al acudir raudo y veloz a las zonas más afectadas por las inundaciones alemanas del último verano. A los ciudadanos les gusta sentir el halo de la solidaridad institucional cuando sobre ellos se ciernen este tipo de desgracias sobrevenidas. Y también agradecen que se les vaya aportando puntual y sinceramente toda la información disponible sobre estos malhadados hechos. Aquí han faltado reflejos y buen hacer desde el primer instante, pero ha sobrado también algún exceso demagógico en muchas de las críticas.
Es difícil analizar con serenidad un caso como éste. Sobre todo porque no estamos ante un desastre natural como pueden ser unas inundaciones, un terremoto o un incendio de grandes proporciones. Lo que lo hace particularmente enervante es que ¡podía haberse evitado! Detrás del desastre hay todo un cúmulo de acciones humanas, que tienen la importantísima característica de haberse escapado al control político. Y ello por la sencilla razón de que dichos controles siguen obsesivamente fijados sobre el clásico ámbito territorial del Estado y, si se quiere, de instancias político-administrativas infraestatales. Con la consecuencia de que es prácticamente imposible trazar una línea de responsabilidad política clara. (Las jurídicas quedan ya en mano de esos verdaderos prestidigitadores del derecho que son los expertos en derecho internacional privado).
El enojoso asunto del Prestige ha sacado a la luz la impotencia de la política ante muchos de los problemas del nuevo mundo global. O, lo que es lo mismo, los límites de la política encapsulada en el Estado. No dejó de ser patético escuchar el desahogo de nuestros "responsables" políticos cuando vieron que la gestión del problema era ya "cosa de Portugal". Parece como si los problemas existen o dejan de existir por el mero hecho de trasladarse un poco más allá de las convencionales líneas que definen la soberanía. O por apelar con más o menos énfasis a la necesidad de "regulaciones europeas", que es una forma de quitárselos de encima. Como ya ocurriera con el aparentemente olvidado caso de las vacas locas, esta nueva manifestación de la "sociedad del riesgo" en la que vivimos hace ya imprescindible abordar de cara los problemas de la "gobernanza global". E interiorizarlos incluso como problemas propios de la política "interna".
Sólo mediante la ágil institucionalización de mecanismos de colaboración entre diferentes unidades de acción política que operan en diferentes niveles territoriales y la cooperación de diversos actores de la sociedad civil pueden resolverse problemas que afectan a determinados bienes públicos que poseen un carácter global: la preservación del medio ambiente, la salud, la seguridad, etc. Hasta ahora la sociedad internacional, entre Estados, se ha mostrado bastante incapaz de abordarlos con eficacia porque para ello hace falta introducir una nueva lógica en la acción de Gobierno. Una lógica mucho más dinámica, pluralista, de redes público-privadas, compleja. O sea, todo aquello que no encaja en la rígida geometría de los Estados tal y como los conocemos. Si cuestiones que nos afectan han emigrado a espacios que no controlamos directamente mediante los tradicionales medios políticos será preciso que éstos sean reajustados y redefinidos para no acabar de perder la capacidad de controlar nuestro propio destino. Toda muestra de impotencia de la política contribuye a su desprestigio. Y toda imposibilidad para trazar un rastro de responsabilidades claro coadyuva a emborronar la legitimidad de la democracia.
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