El rebelde
¿Cómo leemos ahora lo que leímos con aquel talante, con aquella rabia, con aquella necesidad de libertad, de rebeldía? Los arroyos de la memoria brillan en mi recuerdo, casi festivos, como si Mersault, este extranjero, este hombre del Mediterráneo, este discreto gozador del mar y el sol aún viviera y yo fuera tan joven como lo era Mersault entonces, antes de ser condenado a muerte, él allá en la novela y yo acá, con mi juventud al rojo. Mersault, el taciturno protagonista de El extranjero, un asesino convicto, fue el espejo oscuro de nuestra generación de resistentes a la miseria burguesa, al fascismo mortecino, en España o en la Argelia colonial.
La novela perturba por igual al pensamiento que considera que el mundo está aceptablemente ordenado que al de los que creen que el mundo debe ser cambiado violentamente. Su historia clara y precisa rapta al lector desde las primeras páginas de un texto corto y contundente: Mersault es presa del absurdo, del sinsentido de las cosas y los hombres, y ese vacío sin fin le destruye. En una playa del mar de Argel, tras bañarse, gozar del sol, del pescado frito, Mersault se ve mezclado en una disputa en la que sólo es espectador. Por sólo azar sostiene un revólver que le ha entregado su amigo, que ha ido a curarse de una herida sin importancia, producto de la pelea. Mersault siente sed y va a beber agua, recorre la playa y se encuentra con uno de los árabes con los que se ha peleado su amigo. En la mano del árabe relumbra un cuchillo, pero Mersault no tiene nada pendiente con él. Sin casi saber cómo -el sol, el sudor que le cae en los ojos, el brillo cegador del mar, el calor sobre sus sesos-, Mersault dispara sobre el árabe. Una sola vez. Pero absurdamente, sin necesidad, sin odio, sin caer presa de algún pánico repentino, dispara su revólver tres veces más sobre el árabe caído. Un gesto sin sentido, salpicado de sol y de salitre, en un domingo provincial en que se intenta huir del tedio.
Hasta aquí, el lector que yo soy -y en el que vive el lector que yo era- revive un mundo tan joven que aún no había inventado sus dioses. Los míos enseguida fueron los dioses del momento, bastardos de individuo e historia, de humanismo y violencia. Mersault era un asesino sin defensa posible; de hecho, él no intenta justificarse nunca. El hombre absurdo no tiene coartada, debe aceptar un destino mecánico, en ausencia de dioses más perfectos.
Ningún altar aceptaba a este oficiante, Mersault, futura víctima él mismo de la pena capital: ni el de la historia ni el de ninguna religión. Mersault era un asesino sin provecho. Eso leía el lector que yo era, y el protagonista de El extanjero ha seguido atormentándome con sus silencios, su falta de sentido, su escrupulosa manera de ser un asesino sin ganas.
Mersault en prisión sigue siendo un hombre testarudo, que no se defiende de nada y al que la ley le parece lógica pero estúpida. Trata de colaborar, de ser preciso en las respuestas, de ser sincero con el juez y el fiscal. Su sinceridad se toma como una frialdad abominable, como producida por un hombre sin entrañas. Estos capítulos de la novela -el juicio, la prisión- revelan una escritura maestra, donde, en el enorme hueco de la ausencia de emociones, estallan todas silenciosamente, en ninguna parte escritas. El hecho de que el reo pidiera un café con leche en el velatorio de su madre, que no llorara nunca, que hiciera el amor al día siguiente de enterrar a su madre, que hubiera ido a ver un filme de Fernandel, son pruebas en contra suya. La serie de hechos sin relación entre sí son reunidos por el fiscal idiotamente, eficazmente. 'Incluso desde el banco de los acusados es interesante escuchar hablar sobre uno mismo', dice el reo. El presidente del tribunal comunica al acusado, con 'cierta consideración', que 'se le va a cortar la cabeza en nombre del pueblo francés', cosa que no deja de parecer curiosa a Mersault, que se pregunta si no es lo mismo que le condenen a uno en nombre del pueblo francés, chino o de otro lugar.
Un formidable Camus aparece en este momento de la novela, el Camus combatiente contra las injusticias de este mundo, no combatiente por la Justicia con mayúscula, sino contra los topetazos de la sociedad real o ilusoria. Camus dedicó parte de su actividad de ciudadano y de escritor a luchar contra la pena de muerte, y ya aquí, en El extranjero, aparecen en forma novelada -y con gran desnudez literaria- gran parte de sus trabajos teóricos posteriores. Qué lección de narrativa, qué lección de ideas corporizadas, erizadas de espanto. Mersault no quiere morir, 'lo que me interesa en este momento es escapar de la mecánica, saber si lo inevitable puede tener una salida'. Mersault entretiene la espera de su ejecución haciendo mentalmente proyectos de ley, reformas penales. Lo esencial es dar una oportunidad al condenado, inventar, por ejemplo, una combinación química cuya absorción matara al reo nueve veces de cada diez. Una especie de lotería de la muerte. En estos juegos de azar, de pensamiento, se entretiene el reo. Pero, por otra parte, lo mejor para el condenado es que la máquina funcione bien, nada de bromas con eso; si la guillotina se traba, habrá que empezar de nuevo, así que mejor para todos que no haya fallos: 'En suma, el condenado está obligado a colaborar moralmente. En su propio interés, es mejor que todo funcione sin problemas'. El reo se entretiene en algún otro ejercicio lógico; por ejemplo, con la apelación de la sentencia. En realidad sabe muy bien que se resistirá a morir igual ahora que dentro de veinte años; el hecho es el mismo: la muerte. Pero si el recurso es atendido, si se suspende la ejecución, tendrá veinte años de aplazamiento. Pero, claro, cuando llegara el momento definitivo también pediría un aplazamiento. Y así sucesivamente. 'Puesto que uno muere, cuándo y cómo no importa demasiado', se consuela el preso. Llegado a ese razonamiento, Mersault se considera con el suficiente derecho para pasar a la segunda hipótesis: la concesión de un indulto. Ése es el momento supremo del juego, hasta el punto que el condenado tiene 'que disciplinarse' para no estallar de alegría.
Mersault recibe con educación y paciencia al sacerdote de la prisión, que viene a ofrecer sus servicios. El sacerdote no parece muy partidario de la alegría de un condenado, así que se empeña en consolarle, a pesar de que Mersault le rechaza con firmeza, con 'estallidos de gozo y de cólera'.
Con más muertos en nuestra memoria -amigos, extraños, asesinos, víctimas-, la novela de este hombre que se encamina hacia la muerte burocrática, al inexorable final administrativo, a la guillotina, nos conmueve tanto como nos espanta. El lector que yo era y el lector que ahora soy se abrazan y despiden en esta última lectura, y ambos dos se reconocen como extranjeros del mundo pero partícipes en un destino común tan desprovisto de dioses como de clérigos. En la hora terrible de la muerte, la mejor actitud es no arrepentirse de nada.
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