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CLÁSICOS DEL SIGLO XX: UNA INVITACIÓN A LA LECTURA
Columna
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La hija de Lucifer

Vicente Molina Foix

En abril de 1926, Karen Blixen, que aún tardaría años en llamarse literariamente Isak Dinesen, le escribe desde Kenia una larga carta a su hermano Thomas. Karen acaba de divorciarse de su marido, el barón Bror Blixen, y se encuentra enferma, aislada en su granja africana, melancólica y -sobre todo- muy pobre, lo cual le hace llenar 15 páginas de lamento al que fue siempre su mejor consejero y confidente. '¿Te puedes acordar de lo que hablamos sobre Lucifer en el parque de Knuthenborg? Yo estoy convencida de que Lucifer es el ángel cuyas alas deberían cernirse sobre mí. Y ya sabemos que la única solución para Lucifer era la rebelión, y después la caída en su propio reino. En el paraíso -si él hubiera permanecido allí- habría hecho un mal papel'.

La carta, que no envió a Thomas hasta pasados cinco meses, y sólo después de añadirle una segunda parte aún más extensa, es amarga en los reproches a la educación recibida en el estricto milieu familiar de los Dinesen, destructor, así lo siente Karen, de sus posibilidades de lograr algo por sí misma. Rodeada de agobiantes comodidades, cariño convencional y rigurosas normas de conducta, su vida formativa en Dinamarca tal vez constituyó un paraíso, 'pero yo soy, como ya te he dicho, la hija de Lucifer, y el canto de los ángeles no es para mí'. Con el empeño ya puesto en ser escritora, Karen le dice a su hermano que nunca podrá escribir nada interesante 'sin escapar del paraíso y lanzarme a mi propio reino'.

Cinco años después de esa carta, en agosto de 1931, Karen Blixen abandona África y se instala, con el apoyo de su madre y del fiel Thomas, en la casa natal de Rungstedlund, al norte de Copenhague, donde al cabo de treinta años sería enterrada bajo una rotunda haya que aún hoy le da su sombra. Karen volvía a Europa arruinada, sifilítica (legado venenoso de su marido el barón) y bajo el reciente efecto devastador de la muerte accidental de su amante, su gran y único amor, el oficial y gran cazador inglés Denys Finch Hatton, cuya avioneta se estrelló en Tanganica pocas semanas antes de que Karen dejara definitivamente Kenia. Por fin había llegado a su infierno propio, y Lucifer la estaba esperando para inspirarla.

Su primer libro, y su primera obra maestra, fue Siete cuentos góticos, donde el burlón espíritu del demonio brilla incandescente. La Dinesen, sin embargo, no había dejado de ser una dama de buenos modales, preocupada por aclararnos cortésmente que su filiación demoníaca está reñida con el suplicio eterno del fuego y los aquelarres satánicos; se trata más bien, dirá ella misma, de 'un sentido del humor que no teme a nada pero tiene el valor de sus convicciones para burlarse de todo'. El mundo de los años treinta estaba en sintonía con el diablo, como se demostraría poco después, y Siete cuentos góticos fue un gran éxito en EE UU y Gran Bretaña. Y entonces, cambiando el escenario fantasmal y sardónicamente decimonónico de esa 'última gran fase de la cultura aristocrática' donde Dinesen situará toda su obra de ficción, la autora escribe este libro no menos anómalo y a contracorriente que es Memorias de África, fusión de un relato de viajes, una autobiografía intelectual, un centón de fabulosos cuentos primitivos y una casi invisible -por contenida- novela de amor loco. Fusión. La palabra está de moda hoy, pero Karen Blixen la ejercitó moralmente, narrativamente, cuando no se estilaba, cuando Hemingway, por poner un caso, más que novelas hacía safaris temáticos y Paul Bowles, muy joven y muy músico de París, ignoraba aún su destino africano. Por eso Isak Dinesen sigue siendo la escritora no-moderna más vigente.

En los nativos masai, kikuyus o wakambas, entre sus aparceros, criados, pacientes y compañeros de privación y orgullo a lo largo de aquellos años centroafricanos de duro trabajo, la refinada mujer nórdica descubrió, junto a la dignidad humilde, el humor circunspecto, la constancia y el gusto por las narraciones, algo más esencial: la aceptación natural de la tragedia, que va ligada a un conocimiento del lugar ocupado por el hombre en la Tierra. 'Te resulta extraño cuando vuelves a Europa encontrarte con que tus amigos de las ciudades viven sin tener en cuenta los cambios de la Luna y casi la ignoran'. Memorias de África es el relato de muchas noches de Luna cambiante en un cielo al que llegan los gritos de fieras conocidas, la historia de la gacela Lulú y su matriarcado forestal, del maître d'hôtel sueco que comparte con una tribu masai el secreto de los dramas de Ibsen, del resabiado galgo Pania, capaz de reírse humanamente de su dueña. Y tan profunda fue su unión con aquel universo que, cuando en la última parte del libro la autora empieza a despedirse de los campos donde pasó 17 años, no es ella quien se va, sino el paisaje el que cambia su actitud hacia ella. 'Ahora el país se separaba de mí y daba un paso hacia atrás para que pudiera verlo claramente y como un todo'.

El amor ansioso que Karen sintió por Finch Hatton aparece discretamente en Memorias de África como un elemento más de la naturaleza frondosa y esquiva (hay que leer sus cartas africanas de ese período para conocer el dolor, los momentos de alta pasión, la rabia de las separaciones). Pero el libro acaba con el accidente fatal de Denys, y entonces, sin perder el pudor de dama danesa, la escritora aplica el tratamiento de Lucifer, la rebelión del relato libremente imaginario. Son quizá las páginas más bellas del libro, cuando, instalada ya en su frío 'paraíso' original de Rungstedlund, Isak Dinesen acerca su mirada de fantasía a esa pareja de leones que -según le cuenta un amigo de Kenia- acuden muchos días, al alba y al crepúsculo, a posarse en lo alto de la colina donde el cazador inglés fue enterrado por ella misma después de buscar bajo la lluvia un pedazo de tierra conocida.

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