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CLÁSICOS DEL SIGLO XX: UNA INVITACIÓN A LA LECTURA
Columna
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La voz de la oscuridad

Rafael Argullol

Aunque siempre tienen algo de enigmático las oscilaciones que hunden y reflotan la reputación pública de las obras literarias no deja de ser sorprendente el actual renombre de un libro como El corazón de las tinieblas, que en este año en que se cumple el centenario de su publicación ha sido el motivo central de varias exposiciones en ciudades europeas y americanas. Puede que la filmación mítica, hace dos decenios, de la película de Coppola Apocalypse Now, basada en la novela de Conrad pese a cambiar de continente y siglo, contribuyera a la difusión más amplia del texto; pero este solo hecho no basta para explicar la singular fascinación que los lectores actuales de literatura sienten por este relato duro y sin concesiones. Como ocurre en otros ejemplos artísticos, también sometidos al inesperado crepúsculo y a la repentina aurora, la conexión es necesariamente más sutil: un hilo invisible parece tensarse entre la época de Conrad y nuestra propia época, entre aquella oscuridad y la nuestra.

No podemos descifrar la naturaleza exacta de este hilo invisible pero quizá nos aproximemos a la materia de que está compuesto si somos capaces de adentrarnos en el mundo propuesto en El corazón de las tinieblas sin olvidar que, por lejano que parezca, ese mundo es asimismo el nuestro. Hay mucho de nosotros en el viaje de Marlow, río Congo arriba, a la búsqueda de Kurtz y tampoco la tiniebla de éste nos es en absoluto ajena. Hay una extraña mezcla de placer y deber moral en esta identificación y quizá en ello resida la causa última de la seducción que Conrad ejerce sobre sus lectores.

He leído varias veces y en distintos momentos de mi vida esta narración, y mi percepción actual de ella es acústica. Es una obra extremadamente sensorial, con una continua resonancia a la metamorfosis de los sentidos como la más idónea descripción de los estados de la conciencia, pero no tengo duda de que el oído, una determinada profundidad del oído, predomina sobre lo demás. La tiniebla tiene una música especial y una voz esencial.

Conrad, tan confeso deudor de Dante en la estructura de su relato, no sigue en eso a su maestro. Dante dota al infierno con una atmósfera pictórica y, en ocasiones, dada su densidad, escultórica, mientras reserva la música para el paraíso. Por el contrario en la oscuridad de Conrad la música preside la lenta inmersión del protagonista en el subsuelo del tiempo y de la memoria: una música de percusión, espasmódica, obsesionante, preside la transformación a la que es arrastrado Marlow. Su ascenso por el río Congo es un descenso en la historia humana, un retorno a los orígenes primordiales. Con el transcurso del viaje los inquietantes tambores de la selva acaban siendo sus propios latidos. La oscuridad en la que Marlow se aventura tiene un corazón que habita también en su pecho.

Es cierto, sin embargo, que la música africana no hace sino excitar una subversión sensitiva que alcanza todo los rincones del relato convirtiéndolo con frecuencia en una fantasmagoría onírica en la que, junto a la experiencia de Marlow, parece ponerse a prueba la mirada de Occidente. Tachado por algunos de colonialista y por muchos de anticolonialista, El corazón de las tinieblas es un libro que, con toda probabilidad, sobrepasa lo que comúnmente se acepta mediante estos calificativos. Si pone en jaque a la 'realidad occidental' y apela, en alguna medida, al 'sueño primigenio' no es únicamente por un afán de crítica cultural y todavía menos como una exaltación de la bondad salvaje de la naturaleza sino, más bien, el modo en que el cirujano se vuelca sobre el cuerpo y hurga en la herida, con delicadeza pero con decisión.

Mientras se abren las sucesivas pieles de la selva se abren simultáneamente las pieles que cubren la naturaleza moral del hombre, confirmándose, de esta manera, la visión concéntrica sobre la que se sostiene El corazón de las tinieblas: un ascenso por el río Congo que es al mismo tiempo un descenso, no al infierno de la civilización -o no únicamente a él- sino al infierno íntimo, lleno de podredumbre y hedor, lleno de instinto asfixiante y caótico, del ser humano. Marlow llega a la costa africana para encaminarse luego a la Estación Central y, por fin, a la Estación Interior como si estuviera renovando el viaje de Dante. Pero sin la compañía de Virgilio.

La permanente compañía de Marlow es una sombra: Kurtz. Tal vez no hay nada más admirable en el relato de Conrad que el mecanismo narrativo que pone en marcha para mostrar la atracción irrefrenable que Kurtz, el genuino habitante de la tiniebla, ejerce sobre Marlow. El extraviado agente de la compañía colonial belga es una presencia que se agiganta implacablemente hasta ocupar todo el escenario. Criatura del rumor y de la sospecha acaba siendo el demonio que, desde su sitial en el horror, acecha el centro mismo de la conciencia. El poder de Kurtz estriba en su pertenencia a la frontera, que le ha otorgado una familiaridad única con todos los extremos: monstruo y ángel, bestia y dios. Desde el magnetismo de Kurtz la entera liturgia de la oscuridad se ceba sobre Marlow.

Paradójicamente es una presencia que, mientras se agiganta, también se depura. En el tramo decisivo de la aventura Kurtz es la 'voz de Kurtz': para Marlow nada hay más importante que oír esta voz, escuchar a quien se ha instalado en los muros interiores del horror. La música, que se ha hecho sentir a lo largo del río, se desnuda al máximo en una voz que fue humana pero que ya aparece sea como sobrehumana, sea como inhumana.

Y es esa misma voz la que salva a Marlow. Antes de escucharla está atenazado; oída, la fuga se hace posible y, sobre todo, deseable. Conrad, afortunadamente, no exige al lector una interpretación moral. Pero, ¿pudo escuchar Marlow allá, en el corazón de las tinieblas, una voz que no fuera la suya?

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