Llegan dos buenas películas opuestas
Paul Schrader desvela las negruras de los años sesenta en 'Auto focus' y Carlos Sorín reinventa la luminosidad en 'Historias mínimas'
Siempre crea esperanzas de ver cine importante la llegada a un festival de una película escrita o dirigida, o ambas cosas, por el estadounidense Paul Schrader. Auto focus se estrenó ayer aquí y, aunque no levantó entusiasmos, no defraudó. Da la impresión de que Schrader no quiere pringarse demasiado en lo que cuenta, como si ciertos rasgos del personaje verídico cuya personalidad reconstruye -el locutor de radio, y actor de la televisión en los años sesenta, Bob Crane, que murió asesinado en 1978-le parecieran mezquinos, propios de un tipo liviano y egoísta muy representativo de los atolladeros morales, y sobre todo sexuales, desatados en su tiempo, esa supuestamente luminosa década de los sesenta que en realidad fue un vertedero de negruras.
Todo apunta a que Schrader desprecia a su personaje -bien interpretado por Greg Kinnear en un vivo y eficaz tú a tú con Willem Dafoe-, o que cuando menos no concede a su cruel muerte resonancias de tragedia (sino más bien de farsa o comedia) cotemporánea; y así no es posible hacer una película de este corte con capacidad de arrastre. Carece Auto focus de fuerza de convicción, porque carece de temblor y de emoción. Se echa de menos en ella la sombría grandeza de Aflicción o, más lejos, de su genial escritura de Taxi driver. Y lo que destila esta obra de Schrader es, comparado con el goteo de negruras de aquéllas, una sombría pequeñez.
Pero incluso haciendo una película menor, incluso echándole distancia y frialdad al enfoque de un asunto tan caliente como el de las juergas del inagotable jodedor Bob Crane, que fue asesinado en una cama de su picadero por nadie sabe quién, la mirada de Schrader deja en Auto focus ver cine de fuste, adulto, obra de un cineasta que elude las líneas de menor resistencia y encara sus guiones y filmaciones por donde sangran y duelen. Y así, Auto focus es un buen, inteligente y ambicioso filme insatisfactorio, que deja caer que Paul Schader se ha quedado esta vez a las puertas de un infierno que otras veces ha explorado por dentro y sin cubrirse las espaldas.
Muy lejos de las negruras que Paul Schrader remueve, Carlos Sorín vuelve a sumergirse en un territorio escénico en el que se ha movido otras veces, la Patagonia, el gran sur argentino, y rescata en Historias mínimas tres -casi cuatro, porque no se entiende porqué no ha tirado más del hilo del maravilloso personaje de la bióloga que recoge al viejo en la carretera- destellos de su luminosidad.
Estas mínimas historias son relatos de pura luz, una serie de relevos y de cruces de personajes admirablemente trazados, simples, reconocibles, amistosos, gente de mirada limpia y tocados de gracia, que en un inmenso país despoblado flotan como islas en busca de un roce. Un anciano busca a su perro huido; un viajante de comercio se enamora de una tendera y le lleva un obsequio escurridizo, que se le escapa de las manos; y, en contrapunto, más gentes de camino, de puro sur, libres y calladas, que parecen respuestas calmosas, apacibles y tiernas, al griterío febril y oscuro de sus paisanos del norte, pobre gente estafada que se agita lejos, haciendo gran historia por encima de estas bellas y delicadas historias mínimas sureñas.
Babelia
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