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Tribuna:EL MUNDO TRAS EL 11 DE SEPTIEMBRE
Tribuna
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Lo que no ha cambiado

Sólo falta un día para la conmemoración de los dramáticos y horrorosos acontecimientos del pasado 11 de septiembre, y los periódicos, la televisión, la radio y los discursos públicos de todo tipo se combinan para asegurarnos que fue un momento decisivo en la historia mundial. Estados Unidos, nos dicen, nunca volverá a ser igual. La presidencia de George Bush ha sido transformada definitivamente.

Nuestras nociones de seguridad y amenaza han cambiado. La ciudad de Nueva York ha cambiado. Las relaciones entre EE UU y muchos otros países han sido alteradas apreciablemente. Las fuerzas armadas de EE UU ahora están desplegadas en lugares que habrían sido inimaginables hace 13 meses.

Por consiguiente, el alterado mundo del siglo XXI empezó no con las celebraciones del milenio el 1 de enero de 2000, sino con los atentados terroristas en la nación más poderosa y más segura de sí misma del mundo. Estamos en una nueva era.

Bueno, sí y no. Para las familias de los bomberos, policías y empleados de oficina que murieron en las Torres Gemelas, la vida nunca volverá a ser igual, y las conmemoraciones de esta semana serán difíciles de soportar. El perfil de la parte baja de Manhattan ha quedado modificado para siempre. El ex alcalde Rudy Giuliani tiene un lugar asegurado en la historia, igual que Osama Bin Laden. Nuestra subestimación del terrorismo probablemente haya desaparecido para siempre. Y EE UU ha perdido de hecho su sensación de relativa seguridad. Muchas cosas han cambiado.

Pero, aparte de cuando los meteoros que golpearon la Tierra y las nubes de polvo destruyeron toda la vida, nunca ha habido un acontecimiento en la historia que lo cambiara todo. Y con la distancia que proporcionan los 12 últimos meses, se vuelve más fácil ver las muchas cosas que no han cambiado desde el 11-S. También se vuelve más fácil reconocer los diversos desafíos que siguen existiendo para nuestra sociedad global y que, en algunos casos, se han hecho más graves. Por lo tanto, este artículo está escrito como recordatorio de esos desafíos y como llamamiento a no perderles de vista en esta era de 'guerra contra el terrorismo'.

Pensemos en algunas de las tendencias globales más básicas. La población de la Tierra siguió aumentando el año pasado, como lleva haciendo a lo largo de los últimos 6.000 años o más; de hecho, hemos añadido aproximadamente 73 millones de bocas más a nuestro planeta en los últimos 12 meses, la mayoría de ellas en el mundo en vías de desarrollo. El número de palestinos nacidos creció en 118.800, a pesar de las víctimas de la Intifada; el número de paquistaníes, en un implacable 3.625.000, independientemente de quién esté en el poder. Por el contrario, la Rusia de Vladímir Putin, cuya población ha estado perdiendo unos 750.000 habitantes al año, siguió disminuyendo aproximadamente al mismo ritmo (si creemos los informes, descendió en otros 808.000 el año pasado). Un solo día de atentados terroristas no pudo haber afectado a esa demografía global.

El 11-S tampoco cambió nuestro trato -o maltrato- a nuestro medio ambiente terrestre. Ya hace varias décadas que los científicos nos están avisando de que nuestras muchas actividades humanas están dejando una marca demasiado profunda en la Tierra; de que las temperaturas están aumentado, los casquetes glaciares derritiéndose, los bosques quemándose y los océanos perdiendo reservas de peces. Hace sólo dos meses se publicó en Proceedings of the National Academy of Sciences un informe todavía más inquietante: desde 1980 hemos 'rebasado los límites' de la explotación sostenible de la tierra, el mar y el aire (que, de hecho, desde 1999 el uso de los recursos naturales por parte de la humanidad ha excedido la capacidad regenerativa de la Tierra en un 20%) y pagaremos un precio por ello. Pero, ¿se ha reconciliado esa clase de vulnerabilidad con nuestra vulnerabilidad al terrorismo para producir una visión más holística de lo que constituye la verdadera seguridad en el siglo XXI? Sin duda, nuestra forma de vida se ve amenazada por enemigos humanos externos, pero también por lo que estamos haciendo a nuestro planeta. Por ejemplo, ¿se han comprometido esos estadounidenses que están dispuestos a invertir miles de millones de dólares en 'seguridad de la patria' a deshacerse de sus enormes todoterrenos y conducir automóviles más pequeños y económicos para reducir la cuota del país -el 28%- del consumo de energía mundial, y su dependencia del petróleo extranjero? Por supuesto que no. El país sigue oponiéndose al Protocolo de Kyoto. Plus ça change...

¿Qué otra cosa no ha cambiado en el último año? Bien, el déficit comercial estadounidense sigue aumentando, mes a mes, hasta un nivel que hace una década se habría considerado peligroso e insostenible. A mí me sigue pareciendo peligroso, pero hay muchos economistas y agentes de Bolsa en este país que creen, como creían antes del 11-S, que EE UU puede desafiar las leyes de la gravedad económica y no se verá perjudicado por este déficit colosal; o que, en el peor de los casos, el dólar sólo sufrirá una leve caída hasta que se recupere. ¿Y qué hay de la sorprendente implosión de las punto.com que proliferaron en los últimos años? En 2000, el índice Nasdaq perdió un 39% de su valor, en 2001 cayó un 21% más y este año ha descendido más del 30%. Puede que la destrucción de las Torres Gemelas exacerbara este declive, pero lo que esto indica realmente es el viejo axioma de que los mercados a veces suben, y a veces bajan, y que esas oscilaciones son parte del ritmo natural de nuestra economía de laissez-faire.

¿Y qué hay del mundo fuera de EE UU? Ahí, de hecho, el argumento a favor de la continuidad es todavía más fuerte. La Unión Europea, por ejemplo, ha seguido consolidándose políticamente, e integrándose económicamente, desde que fue fundada a finales de la década de los cincuenta. Ha tenido sus altibajos en esa marcha hacia la unidad, pero el aspecto más impresionante es lo lejos que ha llegado. Debido a que no puede igualarse a EE UU en poder militar, debido a que pareció quedarse principalmente al margen durante los combates en Afganistán, el progreso de Europa apenas es percibido por la mayoría de los estadounidenses. Pero, incluso ahora, tiene una población considerablemente más numerosa que EE UU; sólo la Unión Europea tiene 380 millones de habitantes, comparados con los 288 millones de EE UU, y una proporción aproximadamente similar o tal vez ligeramente superior del producto mundial total. Con los planes para añadir más miembros, y con el uso del euro extendiéndose, aquí tenemos una tendencia que no conoce ningún 11-S decisivo.

Lo mismo puede decirse de las partes menos prósperas y menos estables de nuestro planeta. Naciones Unidas sigue llevando a cabo 15 misiones de mantenimiento y refuerzo de la paz en todo el mundo; conforme unas terminan, otras empiezan. Gran parte de África sigue trabajando en las condiciones más extremas, con centenares de millones de personas que subsisten a duras penas con menos de uno o dos dólares al día. La población del continente ha aumentado en otros 18,7 millones en el pasado año, pero el número de africanos que son seropositivos y que mueren de sida también está aumentando espectacularmente, lo que conduce a un debilitamiento del tejido social y a la clase de desesperación regional que genera inestabilidad política.

El verdaderamente peligroso régimen musulmán de Jartum prosigue con sus campañas militares de exterminio contra las tribus animistas y los cristianos en el sur de Sudán, donde hasta ahora ha asesinado a unos dos millones de compatriotas. (¡Imaginen lo involucrados que estaríamos si se produjeran dos millones de víctimas en los combates entre israelíes y palestinos!). Tal vez lo único que han conseguido el 11-S y la guerra contra el terrorismo sea reducir todavía más las posibilidades de que los países prósperos y desarrollados hagan de la cooperación y la ayuda a África una verdadera prioridad; y haber permitido al Gobierno de Sudán pasar por aliado de Estados Unidos en la campaña contra el terrorismo.

Y la cosa no se para ahí. Desde hace décadas, Latinoamérica se debate entre la esperanza y la desesperación intentando mejorar sus niveles de vida y estabilidad sociopolítica. En las décadas de los setenta y los ochenta, a pesar de unas cuantas excepciones, la región estaba mal. En la década de los noventa, parecía mucho más vital, un poco más rica, llena de esperanza de que se estaba uniendo a las democracias desarrolladas y modernas del mundo. Ahora mismo, gran parte de Suramérica está otra vez en apuros, y el mero tamaño de la reciente ayuda de emergencia a Brasil indica lo asustado que está el FMI con la precariedad de la situación. En el caso de Argentina, las condiciones internas son verdaderamente terribles, y el contagio se ha extendido a Uruguay. En algunos países de Centroamérica, la pobreza está aumentando. Aquí, también, si el 11-S hizo algo, fue apartar nuestra atención de estas preocupantes tendencias.

Hace un año o más, Pakistán e India estaban en pie de guerra a causa de Cachemira; nada ha cambiado. Cuando el presidente Bush asumió el cargo, deseaba encontrar alguna forma de castigar a Sadam Husein; sigue haciéndolo. Varios problemas han desafiado al mundo árabe durante décadas: falta de democracia y libertad de opinión, desigualdad de derechos entre sexos, sectarismo, una tendencia a culpar al mundo exterior (sobre todo a Estados Unidos e Israel) y, a juzgar por el Informe sobre desarrollo árabe del pasado junio realizado por el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas, allí no se ha producido ningún cambio, al menos para bien. En el Asia oriental, Japón sigue languideciendo, como lleva haciendo ya desde hace 10 años.

En cambio, la economía china creció otro 7%, y con ella también creció su potencial militar; pero China lleva creciendo sin parar desde finales de la década de los setenta. Es cierto que el Gobierno de Pekín, al igual que el de Putin en Moscú, ha utilizado la guerra contra el terrorismo para reprimir los movimientos étnicos separatistas en las regiones fronterizas y, por consiguiente, se ganó la gratitud de la Casa Blanca. Pero el futuro de China y el futuro de Rusia siguen siendo cuestiones de la mayor importancia para la comunidad mundial, independientemente de la existencia y las acciones de Al Qaeda.

Entonces, ¿qué estamos diciendo? Simplemente esto: durante las conmemoraciones de esta semana, que, sin duda, nos harán regresar a todos a aquella desgraciada mañana en la que los aviones secuestrados se estrellaron contra las Torres Gemelas y mataron a miles de inocentes, tenemos el deber de presentar nuestros respetos y manifestaremos una vez más el instinto humano natural de compartir nuestra pena. Las desconsoladas familias merecen su día, y Estados Unidos tiene derecho a perseguir a los asesinos. Pero como ciudadanos de este mundo complejo, desigual y agitado, también tenemos el deber de abrirnos a otros problemas humanos, de no perderlos nunca de vista y de luchar por remediarlos entre todos. No estamos en este mundo para seguir políticas centradas en una sola cuestión.

© Los Angeles Times, 2002.

Paul Kennedy es catedrático de Historia en la Universidad de Yale y autor, entre otros libros, de Auge y caída de las grandes potencias y de Hacia el siglo XXI.

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