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Columna
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La Biblia

En las afueras de Sevilla, sobre un otero, se eleva una vieja construcción que es mezcla de castillo y convento y que aloja el monasterio de San Isidoro del Campo, fundado en 1301, abierto ahora otra vez al público después de invernar durante décadas. Entre los claustros y las naves de la iglesia, el visitante puede recibir la agradable sorpresa de alguna talla de Martínez Montañés o compartir la sonrisa sardónica de las vírgenes góticas, pero su mayor tesoro se halla abandonado en una habitación interior, donde las medidas de seguridad son menos ostentosas. Bajo una vitrina, disimulada entre otros volúmenes inofensivos, se abre una biblia con un oso escalando un árbol en el frontispicio. La humedad y las inclemencias del tiempo, que no entiende de literatura, han ondulado la encuadernación; las muchas generaciones de bibliotecarios por los que ha pasado le han ido infligiendo signaturas y cifras. Se trata de la biblia de Casiodoro de Reina, publicada en Basilea en 1569, la primera escrita en castellano: sólo al conocer la procelosa historia de su traducción, uno llega a comprender qué cantidad de sangre contienen sus páginas y cuánto debe nuestra lengua a este milagro.

Estamos acostumbrados a que el Espíritu Santo se exprese en un lenguaje ceniciento y monótono, que se resigne a la pobreza de los artículos jurídicos. Cuando se abre el texto de Reina en cualquier página, el lector es acariciado por la soberbia cadencia de la prosa, y entiende que por primera vez los intérpretes han hecho justicia al estilo de una divinidad. Casiodoro compuso este monumento desconocido de nuestro idioma durante 10 largos años en que sufrió el exilio, la acusación de herejía, la persecución de las autoridades eclesiásticas: verter la palabra de Dios a una lengua vernácula era un delito mucho mayor que matar en su nombre. El olvido enterró ecuánimemente al autor y a la obra años más tarde de la publicación; fue un correligionario de Reina, Cipriano de Valera, perteneciente como él a la Orden de los Jerónimos Observantes, quien logró resucitarla con ayuda de un prólogo y notas, en 1602. Desde entonces, hace hoy 400 años, Dios maneja un excelente castellano.

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