Sirenas que anuncian agua a cántaros
Turistas españoles presencian con miedo y curiosidad el esfuerzo de Praga por evitar la tragedia
Durante toda la noche del lunes se han escuchado sirenas. Son esas sirenas de fábricas y bombardeos. Es como si alguien anunciara otra vez que sobre la bellísima Praga va a caer el horror de la metralla. Pero no. Es sólo agua. Agua la que cae a cántaros sobre la ciudad.
Agua es lo que baja en remolinos sucios y violentos por el río Moldava. Es agua lo que ha hecho que en torno a 50.000 personas hayan tenido que ser evacuadas de sus domicilios. Es sólo agua lo que ha obligado a colocar ante los portales, en las puertas de las tiendas, sacos terreros, plásticos, viejos maderos. Intento inútil para detener inundaciones más graves que se anuncian inminentes.
Cuando, a primeras horas de ayer, el grupo de españoles llega a su cita en la plaza de San Wenceslao -'debajo del caballito'-, la guía checa, nerviosa y apresurada, casi histérica, anuncia que la excursión al castillo ha sido suspendida. Angustiada, pide que vuelvan todos a sus hoteles. Que se den prisa. Que van a cortar todos los puentes que unen la ciudad separada por el río Moldava. A primeras horas de la mañana, en el puente de Carlos, la policía ya no ha dejado pasar a los turistas que explican que tienen su hotel al otro lado. Que el pasaporte, el dinero, todo, está en el hotel, en ese otro lado tan lejano ahora.
Hay, pues, que apresurarse. Coger el metro -que todavía funciona- e intentar pasar al otro lado, bajo el río. Y alguien piensa que, a lo peor, el metro se inunda y le pilla a uno... Pero lo hubieran advertido, aunque en ese idioma endiablado no hay manera de entender nada.
La verdad es que Praga tiene un aire de ciudad sitiada, las puertas tapadas con 'trincheras' de sacos terreros que asustan. Aunque, aparentemente, la gente conserve la calma y siga tranquila en sus quehaceres, entrando y saliendo, andando por las calles. Y se acerque hasta la misma orilla de ese río que dicen que está a punto de desbordarse. En la plaza de San Nicolás, comerciantes y vecinos llenan de arena los sacos que amontonan en los portales. Están cerrados todos los comercios aledaños al río.
'Venir a Praga para esto', dice Lidia, una joven de Santiago de Compostela, mientras mira por la ventana del restaurante, ya lejos del río. Vuelve otra vez a llover más pausadamente en esta tarde gris. 'Vaya vacaciones'. Y todos asienten resignados.
Durante toda la mañana han sonado las sirenas. Y hasta en el castillo, en lo más alto de Praga, han podido oírse por los altavoces las advertencias: 'Evacuation', repetido una y otra vez. 'Ya no podemos ir a Karlovy Vary', suspira Gerardo, un joven llegado desde Barcelona el domingo por la noche. No podrá ir. La ciudad balneario por excelencia de la República Checa está inundada. Llegan noticias de que es imposible llegar hasta allí.
Hay calles cortadas. Sólo coches policiales, haciendo sonar sus sirenas y los tranvías de Praga, a los que aparentemente nada detiene, circulan sobre los adoquines empapados. Por la calle Ujezd suben camiones cargados de arena. Un policía desvía a los automóviles hacia la parte alta. Alguna de las viejas cervecerías permanece abierta, llena de gente que, ajena a todo, apura su cerveza. A 100 metros del río, un chino mantiene abierto su comercio. Vende paraguas, chubasqueros y camisetas.
Desde la orilla del puente de Carlos IV pueden verse los restaurantes inundados. Es la zona más baja y a la que primero han llegado las aguas. Pequeños hoteles y cafeterías han quedado anegados. Cubre el barro las terrazas, los jardines, los paseos bellísimos de la ribera.
Hasta mediodía podía pasarse de un lado a otro de la ciudad. Luego han ido cerrando los puentes. Y sólo el tranvía ha seguido cruzando de un lado a otro. ¿Qué extraña bendición hace que estos hermosos vagones puedan atravesar tranquilos y orgullosos los puentes mientras la policía desvía a peatones y automóviles?
El grupo de españoles ha perdido ya el miedo. Sólo cuando desde el hotel se contemplan las imágenes del río, de la ciudad amenazada, vuelve un temor que se pierde en la calle, que se disipa cuando se acerca uno al río y ve que todavía el agua no ha cubierto los puentes. Así que, si ya no es posible visitar el barrio judío o el reloj astronómico o la Torre de la Pólvora, si les ha tocado al otro lado, siempre podrán mirar el río, ese río que arrastra el lodo y los días de vacaciones.
Lidia, que está al otro lado, irá al castillo. Desde allí, Praga a sus pies, oirá las sirenas, la voz que repite 'evacuatio'. Y mirará, tal vez sobrecogida, Praga, la ciudad de las cien torres. 'Siempre podré contar que viví algo que no sucedía desde hace 100 años'. Y sonríe. Siempre es bueno hallar alguna forma de consuelo.
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