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Columna
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Una decisión poco americana

En una reunión celebrada en 1963 en las Bermudas entre John F. Kennedy y Harold Macmillan, el presidente norteamericano preguntó al primer ministro británico qué futuro jugaría el Reino Unido en el mundo tras la pérdida del Imperio. Macmillan contestó: 'Sólo aspiramos a ser lo que Grecia fue para Roma', asignando a Estados Unidos en el mundo moderno el protagonismo que el Imperio Romano tuvo en el antiguo.

Macmillan no habría podido dar la misma respuesta a George W. Bush porque la fortaleza romana se basaba no sólo en el poderío de sus legiones, sino en la fuerza del derecho. La potestas se apoyaba en la auctoritas, emanante de unas leyes fuera de las cuales sólo existía la barbarie. Bush quiere ejercer la potestas olvidándose de la auctoritas, representada en este caso por la legalidad internacional.

Así lo demostró el pasado lunes al esgrimir el chantaje del veto en el Consejo de Seguridad reclamando inmunidad (¿o impunidad?) para que sus conciudadanos en misiones de pacificación o militares no puedan ser ni siquiera interrogados por la recientemente creada Corte Penal Internacional, cuya jurisdicción Estados Unidos, bajo la Administración de Bush, se niega a reconocer, a pesar de que su existencia ha sido ya ratificada por 76 países, incluidos los 15 de la Unión Europea.

La decisión no sólo es lamentable por el desprecio que significa hacia los aliados y amigos de Estados Unidos, incluidos Gran Bretaña, Australia y Canadá, sino porque, con su actitud, Bush rompe con una tradición legalista estadounidense que se remonta a los primeros años de la fundación de la República y que culmina en el siglo XX con el nacimiento de la Liga de Naciones, promovida por el presidente Woodrow Wilson, primero, y por el establecimiento de la actual Organización de las Naciones Unidas en 1946, gracias a los desvelos y el tesón de Franklin Delano Roosevelt y de su sucesor en la Casa Blanca, Harry S. Truman. Si Bush se molestara en leer las memorias de sus antecesores, descubriría la filosofía que impulsó a esos dos grandes presidentes -Roosevelt y Truman- a promover la creación de unas Naciones Unidas para preservar la paz en el mundo a través de una legalidad internacional que obliga a todos y cada uno de sus Estados miembros. Y podría reflexionar sobre el discurso que el presidente Truman dirigió a los delegados reunidos en San Francisco el 26 de junio de 1946. 'El éxito en el uso de este instrumento (la ONU) necesitará de la voluntad común y la determinación firme de los pueblos que lo han creado. Esta tarea pondrá a prueba la fuerza y fibra moral de todos nosotros. Todos tenemos que reconocer, no importa lo grande de nuestra fortaleza, que debemos negarnos el derecho abusivo de hacer siempre lo que nos plazca'. Éstas fueron las palabras premonitorias de Truman, que no pudo imaginar que, nueve presidencias después, uno de sus sucesores, George W. Bush, haría caso omiso de su sabia advertencia. El país que promovió la creación y sufragó la mayoría de los gastos del Tribunal de Núremberg y de los tribunales ad hoc para juzgar los crímenes de guerra en la antigua Yugoslavia y Ruanda no puede quedarse al margen de la Corte Penal Internacional. Es un error craso que Bush y los halcones de su Administración comprobarán cuando tengan que echar mano de sus aliados para proseguir la lucha contra el terrorismo fundamentalista islámico, única obsesión de esa presidencia.

Las razones esgrimidas por Washington para negar su adhesión al nuevo tribunal hubieran tenido un cierto peso en plena guerra fría, en la que la política de bloques dominaba los debates en la Asamblea General. En la situación actual de una única superpotencia, no sólo son pueriles, sino que suponen un insulto a la inteligencia.

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