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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Libertad que rebrota

El domingo me quité un siglo de encima. Ese siglo XX que había llegado a ocupar tanto espacio en mi alma que apenas me dejaba respirar. Porque yo nací en la Fiesta de la Liberación de Europa, que pareció el fin de una pesadilla, pero que pronto resultó ser el comienzo de otra. La guerra fría significaba que la historia se partía en dos mitades duras y cortantes como el hielo. Y aunque tengo algo de animal fronterizo, no me libré del delirio de mirarme en mi trozo de espejo creyendo que contemplaba el mundo.

Cuando me trasladé a vivir a España, encontré que la historia se había congelado aquí en la guerra civil. Los españoles me recordaban estatuas de guerreros con sus espadas en alto. Y hasta el sentido de las palabras se había helado.

El antifranquismo hace decenios que no tiene futuro, salvo en el País Vasco

Nacionales o rojos, gudaris o fascistas, masonería y comunismo. Si bien, la vida fluía por debajo de la espesa corteza, conduciendo un dos caballos, y pugnando por abrirse paso. Entre tanta pertinaz sequía, alguien cantó: 'Tiene que llover, tiene que llover... a cántaros'.

Al morir Franco comenzó el deshielo y unos años después también en Europa cayeron los muros y el telón de hielo. Las viejas palabras habían empezado a agitarse y sus significados se estremecían al contacto con los nuevos signos. Aunque no en todas partes sucedió lo mismo. Y así como Supermán construyó en el Polo Norte su palacio, también los vascos construyeron en la utopía un Jaurlaritza para entronizar a su Olentzero.

Digo bien que el Jaurlaritza de hielo fue construido por todos los vascos y no por los nacionalistas solos. Por qué alguien ayuda a construir su propia cárcel es un misterio. A mí una clave me la han dado algunas personas que ejercen de izquierdistas en Madrid. Los mismos muros cuya caída muchos celebramos, a ellos les siguen protegiendo. Protegen sus ideas del oleaje de la historia. Como aquel personaje de Hitchcok que sufría vértigo; no sólo de la altura sino, sobre todo, vértigo del tiempo. E intentaba disfrazar a la chica encontrada en una calle con el traje y el peinado de su amor perdido. Sólo devolviendo la vida a aquel ser perteneciente al pasado creía que lograría recuperar el sentido de su propia existencia.

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Cuando estos progres visten en su imaginación a Aznar como Franco o Hitler y al PP de Movimiento Nacional, me parece que intentan recuperar su supuestamente glorioso pasado antifranquista. Tarea imposible de completar, porque aunque a Aznar se le empieza a subir el poder a la cabeza, podrá parecerse como mucho a Chirac o Berlusconi. Pero el antifranquismo hace decenios que no tiene futuro. Salvo en el País Vasco, donde el tiempo sigue cada día más helado y no hay príncipe que venga a despertar a su bella durmiente.

Aquí encuentran los progres en paro el parque temático que necesita su neurosis; aquí, la montaña rusa en que se convierte cada intento de formar pareja con los nacionalistas. Aquí podrían deambular todo el día disfrazados de antifranquistas, llenándose la boca con polvorones de diálogo y reflexiones sobre la paz y por la vida un avemaría. Digo podrían, porque aunque se digan admiradores de Ernest Lluch, han de tener cuidado de no ser tan coherentes como él, para no seguir sus pasos hasta el final.

Lo que sucede ahora a estos pobres progres nos había venido sucediendo a la gente de izquierdas en Euskadi desde la transición. Llenos de complejos por la ruptura democrática que no llegó a producirse, aceptamos construir para los nacionalistas su precioso palacio de cristal. Que resultó ser un palacio hecho de hielo. Es decir, inhóspito, duro y cortante para los que no somos propietarios. Más y más hostil para la mitad de la sociedad.

Pero el domingo en San Sebastián sucedió algo importante para mí. Nos reunimos a comer unos viejos amigos que en el siglo pasado fuimos de distintas siglas, incluso enemigos. Comunistas, socialistas, terroristas, etc. No faltó incluso quien en aquellos tiempos era ya demócrata. En el comedor cantamos, entre otras, La Marsellesa o el Himno de Riego, que en ese instante dejaron de ser símbolos de guerra fratricida para representar lo que todos los presentes teníamos en común, la experiencia actual de lucha por la libertad.

Y a medida que me reencontraba en aquellas raíces comunes que algunos de mis antepasados ilustrados fundaron hace siglos, sentí que me libraba del pesado siglo XX. Y que el franquismo y la guerra civil se hundían para siempre en el pasado. Aunque ese pasado seguía acechándonos en el exterior, en esos momentos éramos ciudadanos libres. Sitiados,sí, pero libres.

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