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Columna
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Buenas memorias malas

Salen ahora muchas memorias de artistas, y no todas son malas. Maliciosas, quiero decir. Se escriben estos libros, normalmente, al llegar el autor a su crepúsculo, cuando las horas del día natural están más muertas o largas y los deseos se acortan, excepto el de quedar en este palpable lado del más allá. (Algunos magnifican su deseo, tratando, con cosméticos si es preciso, de quedar bien). Vengarse podría ser un derecho lícito de los memorialistas de edad, pues la venganza es la última forma disponible de reclamar lo que otros nos han quitado, lo que no nos dejaron hacer, lo que no se molestaron en oírnos o devolvernos. Amor, dinero, fama, mérito artístico. De esa materia están hechos los recuentos autobiográficos.

Hace algo más de tres años, con la aparición del volumen de Marsillach Tan lejos, tan cerca (Tusquets Editores), se olió -o se anunció- la sangre; el memorial de este elegante ironista no tenía desperdicio, pero los buscadores de menudillos quedaron frustrados. También han salido, un poco antes de la Feria del Libro, las de Francisco Nieva, Las cosas como fueron (Espasa); más literariamente suculentas que truculentas, hay sin embargo una terrible, shakesperiana arrancada vengativa contra una conocida actriz viva, con la que el dramaturgo se ensaña y lo da a conocer ahora que es 'vieja, al final de su aperreada carrera, para que le siente peor que se la confirme de bruta y de malísima persona'. Sin embargo, el libro reciente más acre es Y todavía sigue, las memorias de un hombre de cine escritas por Juan Antonio Bardem (Ediciones B), en el que el aceptable resentimiento personal se mezcla con el olvido, imperdonable en este género.

Apetecía mucho leer la vida y obra contada por uno de los directores seminales del cine español, del que siempre se elogió, con razón, la voluntad de estilo de sus guiones. Sorprende por eso lo mal escritas que están estas páginas, deshilvanadas, enrevesadas por un fallido juego de constantes flash-backs y plagadas de errores (imposible que todos sean erratas) en nombres propios, títulos y expresiones. También había, en su caso, la expectativa de seguir al trasluz el apasionante contexto político en el que este activo militante comunista nunca arrepentido fue desarrollando su importante carrera cinematográfica bajo el franquismo y en la transición. Bardem se muestra a ese respecto desganado o caprichoso. Pasa por alto en un breve capítulo superficial las jornadas de Salamanca del año 1955, se detiene a menudo en detalles anecdóticos de sus películas y sus proyectos fallidos, y, en un hombre de su evidente cultura literaria, tendría que haber predominado el pudor a la hora de intercalar en el texto tantos y tan malos poemas propios.

La crueldad nunca le falla, y, visto así, quizá Y todavía sigue sea un paradigma de libro de memorias sistemáticamente justiciero. La venganza es un terreno privado, religioso casi, y no somos nosotros, los lectores, quienes tengamos que entrar, con nuestra curiosidad seglar, en tales postrimerías. Bardem lanza dardos venenosos contra Carlos Saura y el director de fotografía Juan Julio Baena, contra Manuel Vicent y Javier Solana, y más al sesgo contra Buñuel, Berlanga y Truffaut. Está en su derecho; los derechos humanos del desquite. Hay algo, sin embargo, que aterra. Me refiero a su retrato del fallecido cineasta Ricardo Muñoz Suay, uno de los más extensos y enconados del libro. Bardem habla de Muñoz Suay casi tan mal como Muñoz Suay hablaba de Bardem; qué pérdida no tener unas memorias a tumba abierta de aquel genio de la invectiva que fue Ricardo. Pero ni siquiera el estatuto vindicativo del género memorialístico justifica que, al contar la crisis de la productora comunista Uninci, según él debida a la codicia traicionera de Muñoz Suay, escriba Bardem lo siguiente: 'Santiago me dijo a mí, y a mí solo, algo que me conmovió: 'En otra época este traidor hubiera aparecido en una cuneta'. 'Me conmovió', dice, no 'me repugnó'. Terrible que, por muchas cuentas pendientes que uno tenga con la vida, se prescinda, en su resumen o cómputo, del sentido que ninguna memoria, buena o mala, tendría que olvidar: el sentido moral.

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