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Columna
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El doble rasero de Aznar y Blair ante Sevilla

Xavier Vidal-Folch

Si un milagro no lo impide, la cumbre europea de Sevilla que empieza hoy puede llegar a significar un paso de gigante, pero hacia atrás, en la construcción europea. Precisemos: atrás, en el diseño de una Europa más abierta y más amplia. O visto al revés, un considerable paso hacia el futuro de un continente más autoritario y más ensimismado.

La lucha contra la inmigración ilegal se ha aupado a la agenda casi por sorpresa. Ocupa el vacío provocado por el asunto estrella, el desbroce de la ampliación al Este mediante la adopción de una 'posición común' (a negociar después con los candidatos a la integración) sobre capítulos decisivos como la agricultura.

Ése era el principal deber de la presidencia semestral, que lleva incumplido, con lo que probablemente la ampliación se retrasará, confirmándose el contraste entre una retórica solidaria y una práctica cicatera. Cierto que la diplomacia española se ha esforzado en lograr un acuerdo de mínimos, con el ministro Josep Piqué al frente. Ha logrado al menos sentar el principio del respeto al acervo comunitario (en el caso de las ayudas agrícolas directas), lo que es poco, pero es algo; aunque no la fijación de los criterios detallados de la posición común ni una fecha límite para alcanzarlos.

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Bravo, pues, por Piqué. Pero cero patatero al presidente del Gobierno (y del Consejo Europeo), José María Aznar, quien todavía no ha dicho esta boca es mía en ese litigio, ni ha desplegado esfuerzos constatables para mejorar el magro logro de sus subordinados. ¡Cómo contrasta esa pasividad con su locuacidad amenazante ante la cumbre de Barcelona, en pos de la liberalización energética! ¡Si ahora hubiera desplegado un 10% de aquellos esfuerzos, quizá otro gallo nos cantara!

Doble rasero también el del británico Tony Blair, quien ha militado en la banda de los cuatro países contribuyentes netos, reticentes a financiar su parte de la factura agrícola de la ampliación y que sin embargo se pavonea de un presunto liderazgo en favor de una Europa ensanchada. La ampliación interesa a los aspirantes -como interesaba a España- pero también a los Quince. Porque supone ya una buena parte de su crecimiento económico, sí, pero también porque reportará dividendos políticos de estabilidad y evidenciará la calidad moral de quien honra sus promesas y compromisos.

La parálisis de la presidencia española en su principal cometido no puede hallar coartada en la excusa de que Alemania y Suecia atraviesan coyuntura preelectoral: también Francia ultimaba comicios cuando la cumbre de Barcelona, y se le apretaron las tuercas con denuedo. Last, but not least: los cuatro ricos no han seguido en su obstruccionismo a la ampliación, sino el mal ejemplo de España, que en abril del año pasado tomó como rehén la posición común sobre libre circulación (de trabajadores, que inquietaba a Alemania) para apoyar su -legítima- defensa de los fondos estructurales y de cohesión.

De modo que, demasiado vacío el cuaderno de deberes de la ampliación, aunque el agitprop oficial celebrará esa casi-nada como una operación triunfo, el foco de Sevilla se cierne sobre la lucha contra la inmigración ilegal.

No es un programa cualquiera de lucha, sino de su versión más imperial. ¿Cómo se gestó? Fue Silvio Berlusconi el primero en propugnar, el pasado marzo, el empleo de cañoneras contra albaneses, turcos o magrebíes. Enseguida tradujo a ley nacional la idea de castigar a sus países de origen, cortándoles los fondos de cooperación al desarrollo.

La extrema derecha francesa catapultó hasta el paroxismo en la campaña presidencial esa filosofía. Y logró así marcar tanto la agenda política como su sesgo, en un planteamiento secuencial falso: inmigración, igual a foco de inseguridad y pérdida de bienestar, igual a delincuencia letal. Falaz, lo defienda Jean-Marie Le Pen, Heribert Barrera o Aznar, porque la realidad revela otra ecuación bien distinta: pobreza y desprotección (sea inmigrada o autóctona), igual a pequeña, pero extendida, delincuencia.

El núcleo ideológico del planteamiento ultra es la misma xenofobia, la misma incitación a odiar al Otro, el mismo racismo fraguados en los movimientos antidemocráticos de los años treinta. Bastaría con añadirles el antisemitismo violento, el asalto a las instituciones liberales y la agresiva concepción del 'espacio vital' y se llegaría al programa aprobado en 1920 por el Partido Nacionalsocialista alemán y a la biblia de su líder, el Mein Kampf.

Cierto que es indispensable combatir la inmigración ilegal, fuente de miseria, desamparo y redes mafiosas. Y que, en consecuencia, urge coordinar las policías en las fronteras (incluso una guardia unificada europea), armonizar el espacio jurídico (visados, asilo), y cooperar con los países donde se originan los flujos migratorios.

Todo ello es necesario. Pero no suficiente, porque las causas fundamentales de las migraciones no arrancan de la desidia de las administraciones de recepción, origen o tránsito, sino de las abismales diferencias de renta. Mientras los países vecinos sigan sumergidos en la pobreza, continuará su éxodo hacia el paraíso-Europa. Podrán ponerse puertas al campo, pero éstas jamás cerrarán el paso a los desesperados.

Es de manual que la única forma de evitar el éxodo de los desfavorecidos consiste en fijarlos en sus lugares de origen, fomentando el desarrollo económico endógeno y el consiguiente bienestar social. En breve: o desde el primer mundo abrimos las puertas a la circulación (regulada) de las personas (como hicimos, aunque sin reglar, con los capitales), o las abrimos a sus mercancías, las que producen: sobre todo, agrarias. El liberalismo bien entendido debe ser completo y empezar por uno mismo. El culpable de la inmigración, legal o ilegal, es el proteccionismo agrícola del Norte, no los inmigrantes, ni siquiera quienes trafican con ellos. A la perversa -al menos en su forma actual- Política Agrícola Común europea, se acaba de añadir la Farm Bill de George Bush: entre ambas totalizan un montante equivalente al PIB de todos los países subdesarrollados. Por no apelar a que el incremento del gasto defensivo norteamericano para el presente ejercicio equivale a toda la ayuda financiera mundial al desarrollo.

La pretensión de la presidencia española -ideada por Berlusconi y apoyada por Blair- de sancionar a los países en los que se originan o por los que transitan los flujos migratorios cortándoles el grifo de transferencias europeas resulta así inaudita, aunque se disfrace de complemento a un plan de colaboración. Postula España 'revisar los créditos asignados (...) a los países que no cooperen' (artículo 11) y otras medidas sancionadoras como 'la suspensión del acuerdo' de asociación respectivo (artículo 13).

Tal propuesta carece aún de encaje legal. Los acuerdos de asociación euromediterráneos (el problema se centra en los países norteafricanos) no contienen cláusulas que permitan esas sanciones, habría que renegociarlos. Pero los afectados la digieren ya como una afrenta neocolonial, porque no ha nacido como complemento de una honesta invitación a un plan de cooperación fronteriza, que para serlo -honesta- debiera incluir previamente transferencias con que financiarlo, sino como expresión de una nueva política de imposiciones.

Pero esta pulsión sancionadora de los ricos contra los pobres carece sobre todo de base moral. Supone utilizar un rasero distinto respecto al empleado con las represiones indiscriminadas de Israel, cuando allí la violación de la cláusula democrática -consagrada en los acuerdos de asociación- sí posibilita sanciones. Y jamás han sido propugnadas por la Unión Europea, salvo desde el Parlamento de Estrasburgo.

Para más inri, la estrategia sancionadora rompe la tradición de la Unión. Frente al enfoque de represalias económicas unilaterales y automáticas que caracteriza a la política exterior de los EE UU, Europa ha primado siempre en sus relaciones exteriores las medidas de incentivación positiva. O sea, la zanahoria antes que el palo: en el intento de sustitución de los cultivos de droga de los países andinos, en los tratos con países que incumplen los convenios de la OIT sobre el trabajo infantil, incluso en sus relaciones con países adversarios como el Irán fundamentalista ('diálogo crítico' en vez de cierre de contactos). Sólo ha aplicado sanciones como última medida tras agotar las demás, y en casos de gravedad extrema como la Suráfrica del apartheid o la Serbia del sátrapa Milosevic (embargo petrolífero y de cuentas corrientes).

Por suerte, parece que la presión de la Francia republicana (de derechas, pero siempre sensible al mundo árabe y legítimamente dispuesta a seguirle ganando a España la carrera de Marruecos) y de la Suecia socialdemócrata en periodo preelectoral (no siempre esas coyunturas son paralizantes) derrotará a la España ultrancista en Sevilla. Y la presidencia se verá forzada a encajar al menos una suavización de los textos en la línea de que el vecino que no colabore deberá 'extraer las consecuencias' de su actitud. Aún así, el mal ya estará hecho.

Lo peor de este asunto, en términos prospectivos, es que refrenda el desequilibrio creciente del binomio seguridad-libertad. Conceptos que, por cierto, son de distinto calado, pues las libertades constituyen un valor en sí; mientras que la seguridad es un instrumento para garantizarlas.

Desde el Tratado de Maastricht que alumbró hace ya un decenio el concepto de 'ciudadanía europea', los líderes no nos han proporcionado a los ciudadanos apenas más alegrías en este campo que la inclusión retórica de la Carta de Derechos Fundamentales en el Tratado de Niza. El 'síndrome securitario', valga el galicismo, se disparó aún más desde el 11-S y ya nadie con mando pugna por ampliar al unísono derechos y deberes, sino para imponer en solitario estos últimos como si el objetivo fuese no ya el de una Europa-fortaleza económica, sino casi el de una Europa-comisaría.

Así, la propuesta de la Comisión elaborada hace dos años por el esforzado portugués António Vitorino de aprobar un Estatuto del Residente Permanente, duerme el sueño de los justos. Ese estatuto procuraría derechos al difuso sexto Estado miembro de la UE, formado por los más de quince millones de inmigrantes en situación legal y consolidada. Les otorgaría una cuasi-ciudadanía mediante la armonización de normas para equiparar al procedente de Estambul en Hamburgo con el originario de Rabat en Alicante o el automatismo en la renovación de los permisos. En suma, integración de la inmigración legal, no sólo represión de la ilegal.

Hasta ahora, los jefes de Gobierno europeos han ignorado a Vitorino. Quizá hoy le propinen en Sevilla una palmadita en la espalda y le prometan que dentro de unos plazos (¿para qué más plazos?) tal vez aprueben su recua de propuestas (¿diluidas?). Mejor que nada, pero será una maniobra mediática para compensar los efectos demoledores de su propensión a sancionar a los pobres. Débil con los fuertes y altiva con los débiles, esta Europa suya no es ya la nuestra. Está cayendo en un sumidero moral.

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