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MICHAEL BURLEIGH | Historiador | 61ª FERIA DEL LIBRO | 61ª FERIA DEL LIBRO

'Nada inexorable obligaba a Alemania a convertirse en verdugo del pueblo judío'

Los autores suelen tener una relación peculiar con sus obras; los hay que lucen más que su producto, mientras que en otros no siempre sabemos reconocer la grandeza que habita su creación. Michael Burleigh, historiador, inglés, católico, Oxford y London School of Economics, en esos 45 años de edad que duran tanto es, en cambio, como su propia obra: profesoral sin aturdir, pausado pero de excelente velocidad de crucero, reflexivo sin ofender porque sabe emplear el tono de la divulgación, interpretativo sin caer en la hipótesis original a todo trance, y, muy especialmente, autor del que muchos consideran ya uno de los libros más importantes sobre el Tercer Reich, que Taurus saca ahora en España.

El autor no se apunta a la teoría tradicional del 'dictador débil'
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Sería un atropello, sin embargo, estimar que Burleigh es o quiere ser sólo un germanista. Cierto que ha cultivado hasta la fecha la Alemania del siglo XX, con su imperio guillermino, su república de Weimar, su descenso a los infiernos del nazismo y la gran götterdämmerung de la II Guerra, pero él mismo se declara hoy ya saciado de tanto pasado borrascoso. Y si tardó cinco años en cumplimentar su El Tercer Reich, una Nueva Historia, ha empezado con la misma constancia tranquila a trabajar sobre el desembarco e imparable victoria de la laicidad en Europa.

Su señora, que compartía espléndida cena sentada a la izquierda de la dentadura ebúrnea de la directora de la editorial, María Cifuentes, revelaba, mientras el autor repartía su atención entre el jamón serrano y el comensal de su derecha, que Burleigh es del tipo laboral-obsesivo, aquel que, entregado a la tarea de su siempre último libro, convertía a los personajes de la trama en manes y lares hogareños, que casi conversaba con el más allá en la búsqueda de explicaciones y ángulos inesperados para abordar el asunto. Inesperados, o no suficientemente reparados por anteriores tratadistas del género, porque Burleigh tiene algo de periodista, de espeleólogo de la noticia entre la masa del detalle y el entrecomillado revelador.

El autor no se apunta a la teoría tradicional del dictador débil, acuñada por el gran historiador alemán Martin Broszat. El hecho de que el nazismo fuera una poliarquía, 'un solapamiento deliberado de competencias sobre el que Hitler reinaba indiscutido', lo que ya es un lugar común, 'no significa que el líder no tuviera y ejerciera todo el poder', y, por ello, 'no acumulara la mayor -aunque jamás única- responsabilidad por lo ocurrido': el holocausto del pueblo judío. El historiador alemán preferido de Burleigh es, en cambio, Karl Dietrich Brächer, hoy un anciano, 'pero muy activo' de 84 años, que publicó aquella obra seminal, en España con el sello de Alianza, La dictadura alemana; quizá, porque, como él mismo, no persigue lo llamativo, sino que deja que fluya de manera natural en su narrativa.

Enemigo de cualquier explicación monocausal, el autor piensa que sin Hitler no habría habido nazismo tal como se conoció, pero no por ello cree que 'el hombre carismático' pueda explicarlo todo. Hablaba De Gaulle de esa gran batería de factores que son 'las circunstancias', y a ello se remite también el autor. 'Ni el pueblo alemán', así como un monolito, 'ni un mero puñado de hombres' son los que han de responder de la mayor barbarie del siglo XX, tan rico, por otra parte, en desmanes industrializados. Por ello, rechaza -como la mayoría de sus pares- la obra del norteamericano Daniel Goldhagen que quiere convertir a toda una nación en chivo expiatorio de tamaña vesania en su obra Los verdugos voluntarios de Hitler. Pero, ¿podría Burleigh, si le forzaran a ello, identificar un factor primero, el huevo o la gallina, Hitler o el mundo en que vivió, de la monstruosidad de Auschwitz? Y entonces el historiador se inclina por 'la crisis del 29'. Sin 'la catástrofe económica de Wall St., por la cual un pensionista alemán que antes de la I Guerra hubiera tenido 60.000 marcos de capital, con lo que le habría bastado para procurarse una cómoda pensión y que después de la contienda no le permitía ni comprarse un huevo, no habría llegado el nazismo al poder'.

La 'humillación' de Versalles, el famoso diktat que hizo pagar un grave precio a Alemania por una derrota en la que se había embarcado ella solita, fue importante, pero menos que el empobrecimiento general de Weimar. 'No hay nada inexorable que condene a Alemania a convertirse en verdugo del pueblo judío'. Ni cree por eso mismo que haya 'una línea de hierro que conecte a Otto von Bismarck -el fundador del imperio guillermino en 1871- con el líder del nazismo'.

El autor se reconoce en la estirpe de historiadores, también británicos, más propios de un tiempo dilatado y de un espacio geográfico expansivo, que del ismo que limita. Más, por ello, se vincula a Elliot y Parker, a los que cabe considerar hispanistas sólo porque en los siglos XVI y XVII no se puede hablar de Europa sin demorarse en el imperio español, que a Paul Preston que historia una España reducida a la península. Y, de igual forma, es muy consciente de los usos extracurriculares que pueden tener sus obras, cuando en Oriente Próximo Israel puede dar por bienvenido cualquier recordatorio del genocidio de hace medio siglo. En parte por eso, parece que no desea convertirse en historiador titulado del nazismo, como parece que lo es ya su colega, el escocés Ian Kershaw.

El fascinante fenómeno de una gran nación, en un tiempo subyugada por el taumaturgo austriaco, plantea las más graves cuestiones de democracia, como el quién sigue a quién dentro de las relaciones entre masa y poder. Ante ello Burleigh, como el prestidigitador que hace un brillante mutis al término del espectáculo, nos remite preciso a la cita del Fausto de Goethe. 'Mefistófeles: La muchedumbre se esfuerza por subir ladera arriba. Se cree uno que empuja y le están empujando contra su voluntad'.

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