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LECTURA

Religiones políticas totalitarias

Este libro trata de lo que sucedió cuando sectores de las élites y las masas de gente normal y corriente decidieron renunciar en Alemania a sus facultades críticas individuales en favor de una política basada en la fe, la esperanza, el odio y una autoestima sentimental colectiva de su propia raza y nación. Es, por tanto, una historia muy del siglo XX.

Se aborda en él el colapso moral progresivo y casi total de una sociedad industrial avanzada del corazón de Europa, muchos de cuyos ciudadanos abandonaron la carga de pensar por sí mismos, en favor de lo que George Orwell describió como el ritmo de tamtan de un tribalismo de nuestro tiempo. Depositaron su fe en malvados que prometían un gran salto hacia un futuro heroico, con soluciones violentas a los problemas locales y generales de la sociedad moderna de Alemania. Las consecuencias, para Alemania, Europa y el resto del mundo, fueron catastróficas, pero lo fueron aún más para los judíos europeos, víctimas de una campaña destinada a acabar con todos ellos, hecho que consideramos con toda justificación un acontecimiento excepcionalmente terrible de la historia moderna.

'El Tercer Reich. Una nueva historia'

Michael Burleigh. Editorial Taurus.

El libro reafirma una importante tradición intelectual, que busca identificar la esencia del fenómeno nazi por debajo de las anécdotas superficiales de si se acostó o no con su sobrina
La crueldad acecha en nuestros instintos, y el fanatismo es un camuflaje para la crueldad. Los fanáticos raras veces son auténticamente humanitarios, y aquellos a los que aterra la crueldad no se apresuran a adoptar un credo fanático
Más información
'Nada inexorable obligaba a Alemania a convertirse en verdugo del pueblo judío'

Desde el punto de vista local, Alemania sufrió su segunda derrota masiva y total del siglo XX. Éste fue el precio de la estupidez masiva y de la ambición desmesurada, pagado con las vidas de sus ciudadanos, estuviesen comprometidos directamente en crímenes terribles o caracterizados por la inocencia o la indiferencia moral. En un sentido más amplio, se sometió a otras personas a los compromisos, las indignidades y los horrores de la ocupación, los trabajos forzados y el régimen de esclavitud o el asesinato en masa en el caso de los judíos europeos, mientras que durante cuatro años los recursos humanos, culturales y productivos de las naciones aliadas hubieron de dedicarse a rechazar y destruir un régimen contrario a esos valores civilizados de tolerancia, humanidad y libertad que tanto apreciamos. Un 'arreglo rápido' de los múltiples problemas de Alemania desembocó al final en la muerte de unos cincuenta millones de personas en un conflicto de cuya herencia Europa ha tardado medio siglo en recuperarse, pues el proceso de curación y de reconciliación ha sido largo.

Legitimidad a una tiranía

Una de las múltiples ironías de esta historia es que la II Guerra Mundial prestó legitimidad política y moral nueva, pero espuria, a una tiranía soviética no menos implacable y sanguinaria. Pues lo que nosotros en Occidente (y muchos rusos) consideramos un enfrentamiento directo entre el bien y el mal parece menos categórico desde la perspectiva de, digamos, los bálticos, chechenos, tártaros de Crimea, croatas, polacos o ucranianos, para los que 1944-1945 no trajo liberación de la tiranía, sino varias décadas de opresión imperialista de la que al menos una de esas naciones aún está, después del cambio de siglo, luchando por liberarse. En este sentido, este libro trata del marco internacional más amplio de la Alemania nazi (y sus confederados ideológicos), algo que autores alemanes, por lo demás de mentalidad europea, y muchos de los que siguen sus huellas han menospreciado en su comprensible interés por su propio legado local. No hay una razón respetable por la que los programas intelectuales de las historias de este periodo hayan de elaborarse exclusivamente en Alemania, pese a que muchos investigadores allí hayan contribuido al conocimiento y a la interpretación de este triste periodo de su historia contemporánea, que, en un sentido profundo, no es su propia historia.

Aunque este libro contenga algunas ideas sobre los tremendos horrores de los que fueron responsables Hitler y sus subordinados, no se centra exclusivamente en el asesinato en masa, sobre el que tal vez haya menos misterio del que se sugiere a veces, prescindiendo de los sentidos en los que ese interés es en sí indicativo de un apetito decadente por lo morboso, que desgraciadamente forma parte del interés contemporáneo por el tema. El autor no pretende tener un conocimiento especial de los motivos de la participación individual en el asesinato y en el caos, aparte de los que han caracterizado esa conducta desde los inicios de la historia humana, y para lo que la literatura clásica, la Biblia, Shakespeare o Dostoievski son guías tan prácticas como las obras de cualquier historiador contemporáneo. En este sentido, el libro se despoja de cualquier pretensión desmesurada antes incluso de empezar a plantearla.

El Tercer Reich. Una nueva historia es, más bien, una crónica del desmoronamiento moral y la transformación a largo plazo, y más sutil, de una sociedad industrial avanzada, cuyas consecuencias fue capaz de predecir en parte antes de que nacieran en ella observadores astutos con un instinto para estas materias. Pero las masas, estimuladas por sectores irresponsables y egoístas de la élite, a los que el filósofo de la historia Eric Voegelin calificó memorablemente una vez como 'una chusma malvada', arremetieron contra la caridad, la razón y el escepticismo, depositando su fe en el personaje por lo demás ridículo de Hitler, cuya propia existencia miserable adquirió sentido cuando descubrió que su rabia contra el mundo era susceptible de una generalización indefinida. Muchos alemanes, pulverizados por la derrota y la crisis endémica, contemplaron la gama de poses cuidadosamente seleccionada de Hitler y vieron reflejada en ella aquella imagen de sí mismos que anhelaban. Tal como escribió en 1944 Konrad Heiden, el primer biógrafo de Hitler, y el más grande: 'La gente sueña y un adivino le cuenta lo que está soñando'. Digo 'muchos alemanes' porque hubo otros, como Heiden y Voegelin, a los que su instinto, su humanidad o su inteligencia les prohibieron esa suspensión del sentido crítico, o cuyos valores políticos o religiosos básicos les impidieron descender a la neobarbarie moral. Estos dos hombres acabaron sus días en el destierro, en Maryland y Luisiana, respectivamente, pero simbolizan a innumerables más, que acabaron en Brooklyn, en Florida o, para el caso, en Turquía. La existencia demostrable de esas personas hace aún más notoria la estupidez irresponsable de los que depositaron su fe en Hitler, y contradice sin duda una condena indiscriminada del pueblo alemán en general.

Aunque este libro se subtitule Una nueva historia, su enfoque conjunto tiene una larga genealogía intelectual, ya que no es en modo alguno la primera vez que se estudia el nazismo como una forma de religión política o de totalitarismo, aunque esos planteamientos no hayan vuelto a ponerse de moda hasta principios de los noventa. Sus ideas rectoras deben más a una serie de filósofos, politólogos e historiadores de la cultura y de las ideas que a la corriente general de los historiadores de este tema. En ese sentido, el libro reafirma una importante tradición intelectual, que busca identificar la esencia del fenómeno nazi por debajo de las anécdotas superficiales de si Hitler se acostó o no se acostó con su sobrina, de si quería a su perro o de si tenía planes para el duque y la duquesa de Windsor, asuntos relativamente triviales que Heiden y Voegelin habrían mirado con una indiferencia olímpica. Porque, por muy poco de moda que puedan estar, hay cuestiones intelectuales serias casi enterradas bajo la avalancha de trivialidades mórbidas, kitsch y populistas que genera este tema, y a la que no se ve final ni disminución ni siquiera sesenta años después, un tema que causa por sí solo un desasosiego creciente entre los observadores contemporáneos sensibles. Pero dejemos ya a un lado esas cavilaciones sobre nuestra propia época y nuestra cultura y pasemos a las ideas que han regido la estructura, los planteamientos básicos y el contenido de este libro.

Palabras insuficientes

La mayoría de nuestro vocabulario político está moldeado por la antigüedad clásica, que nos legó términos como democracia, despotismo, dictadura y tiranía. De vez en cuando esas palabras parecían insuficientes para describir ciertos acontecimientos polémicos, lo que impulsa a los comentaristas a buscar nuevos términos, a veces en vano. Alexis de Tocqueville expuso este problema cuando se esforzaba por describir la democracia estadounidense: 'Creo, por tanto, que el tipo de opresión que amenaza a las naciones democráticas es distinto a cualquier cosa que haya podido existir antes en el mundo; nuestros contemporáneos no hallarán ningún prototipo de ella en sus recuerdos. Busco en vano una expresión que transmita con exactitud la totalidad de la idea que me he formado de ella; los viejos términos tiranía y despotismo son inadecuados: la cosa misma es nueva, y puesto que no puedo nombrarla, debo intentar definirla'.

'El advenimiento de los regímenes bolchevique, fascista y nacionalsocialista a Rusia y Europa sucesivamente entre 1917 y 1933 llevó a muchos intelectuales contemporáneos a preguntarse si su terminología transmitía adecuadamente el alcance de las pretensiones de esos regímenes o los horrores de los que eran responsables'.

Costes colaterales

Por supuesto, muchos intelectuales no los veían en modo alguno como horrores, sino más bien como los costes colaterales de futuros supuestamente luminosos. En el verano de 1920, el filósofo inglés Bertrand Russell viajó a la Unión Soviética al amparo de una delegación del Partido Laborista inglés que visitaba el país. Después de aproximadamente un mes de estancia allí escribió: 'Yo no puedo compartir las esperanzas de los bolcheviques más que las de los anacoretas egipcios; ambas me parecen trágicas ilusiones falsas, destinadas a provocar siglos de oscuridad y de violencia inútil en el mundo... Los principios del Sermón de la Montaña son admirables, pero el efecto que produjeron en la naturaleza humana media fue muy distinto de lo que se pretendía. Los que siguieron a Cristo no aprendieron a amar a sus enemigos ni a poner la otra mejilla... Las esperanzas que inspiró el comunismo son, en lo fundamental, tan admirables como las que infundió el Sermón de la Montaña, pero se sostienen con igual fanatismo y es probable que hagan el mismo daño. La crueldad acecha en nuestros instintos, y el fanatismo es un camuflaje para la crueldad. Los fanáticos raras veces son auténticamente humanitarios, y aquellos a los que aterra la crueldad no se apresurarán a adoptar un credo fanático... La guerra ha dejado por toda Europa un estado de ánimo de desilusión y desesperación que pide a gritos una religión nueva como la única fuerza capaz de dar a los hombres la energía necesaria para vivir vigorosamente. El bolchevismo ha suministrado esta nueva religión'.

Sólo una década después se les ocurrirían ideas similares a otras personas que vivían en la Alemania nacionalsocialista. Por ejemplo, el 14 de julio de 1934, Victor Klemperer, el filólogo de Dresde cuyo diario se ha hecho famoso recientemente, analizaba con su esposa, Eva, un discurso de Hitler que atronaba en un altavoz de la calle. Klemperer comentó: 'La voz de un predicador fanático. Eva dice: Jan van Leyden. Yo digo: Rienzi', pues él optó por uno de los primeros héroes operísticos de Wagner.

Eva Klemperer no fue la única que estableció comparaciones entre Hitler y los sectarios anabaptistas del siglo XVI. La misma comparación se le ocurrió a otro autor de un diario, Friedrich Reck-Malleczewen, aristócrata misántropo que moriría luego en Dachau, y que en 1937 trazó un retrato de Hitler sólo levemente disfrazado del dirigente anabaptista Jan Böckelson, responsable de un reinado del terror en el Münster del siglo XVI. El libro se subtitulaba Historia de una locura masiva. Estas voces contemporáneas, y muchas más como ellas, volverán a aparecer a lo largo de este libro, pues a veces sus intuiciones penetrantes y su sensibilidad son de un orden más elevado de las de historiadores y otros comentaristas contemporáneos, más centrados en general en alguna teoría o dogma metodológico que en el espíritu de aquellos tiempos. La analogía con la religión se les ocurrió a aquellos que tenían una visión del mundo más serenamente secular que el dispéptico Reck-Malleczewen. En abril de 1937, un escritor anónimo redactó un notable informe para la dirección del Partido Socialdemócrata exiliada en Praga sobre la lucha entre los nazis y las Iglesias cristianas. Siguiendo a otro informador que había escrito anteriormente sobre el fascismo italiano y el nacionalsocialismo, el autor del informe comparaba explícitamente el nazismo con una religión secularizada. Llamaba al resultado un Estado-Iglesia o un Estado anti-Iglesia, con sus propios dogmas intolerantes, sus predicadores, sus ritos sagrados y sus expresiones elevadas que brindaban explicaciones totales del pasado, el presente y el futuro, al mismo tiempo que pedían a sus adeptos una dedicación inquebrantable. No bastaba la aquiescencia; esos regímenes exigían a sus poblaciones afirmación y entusiasmo constantes. Algunas de estas ideas se examinarán en esta introducción y a lo largo del libro, pero había algo más hacia lo que llamaba la atención el autor de ese informe de lo que tendremos que ocuparnos cuando sigamos la historia de la Alemania nazi desde la I Guerra Mundial hasta los inicios de la reconstrucción democrática germanooccidental de posguerra.

Metáfora expresiva

Ese informador acuñó una metáfora excepcionalmente expresiva para las transformaciones morales que estaba efectuando el nazismo, algo casi ausente en los modernos libros de historia, con esos conceptos procedentes de la ciencia social de que hay que liberarse de los juicios de valor, como si la ética estuviese emparentada con el moralizar en vez de ser algo intrínseco a la condición humana y a la reflexión filosófica sobre ella. Este informador comparaba el proceso de transformación moral de la sociedad alemana que se planteaba el nazismo con la reconstrucción del puente de una línea férrea. Los ingenieros no podían limitarse a demoler una estructura ya existente, debido a las repercusiones en el tráfico ferroviario. Lo que hacían en su lugar era ir renovando lentamente cada tornillo, viga y raíl, un trabajo que apenas si hacía levantar la vista de los periódicos a los pasajeros. Sin embargo, un día, se darían cuenta de que el viejo puente había desaparecido y que ocupaba su sitio una nueva estructura relumbrante. Nunca llegó a surgir nada tan coherente como una ética nazi, para rivalizar con, digamos, la ética judeocristiana o la utilitarista, y el racismo extremo carecía por definición de aplicabilidad universal. Pero los indicios eran, de todos modos, sumamente inquietantes. Los nazis, a diferencia del experimento soviético de ingeniería de almas, fueron una etapa más allá y pretendieron una ingeniería corporal y no sólo mental, aunque fuesen a menudo difíciles de distinguir las características inhumanas que ambos regímenes pretendieron inculcar, sobre todo a los jóvenes. Ese ataque a la decencia ocupará un lugar destacado en este libro. (...)

Este libro trata de lo que sucedió cuando sectores de las élites y las masas de gente normal y corriente decidieron renunciar en Alemania a sus facultades críticas individuales en favor de una política basada en la fe, la esperanza, el odio y una autoestima sentimental colectiva de su propia raza y nación. Es, por tanto, una historia muy del siglo XX.

Se aborda en él el colapso moral progresivo y casi total de una sociedad industrial avanzada del corazón de Europa, muchos de cuyos ciudadanos abandonaron la carga de pensar por sí mismos, en favor de lo que George Orwell describió como el ritmo de tamtan de un tribalismo de nuestro tiempo. Depositaron su fe en malvados que prometían un gran salto hacia un futuro heroico, con soluciones violentas a los problemas locales y generales de la sociedad moderna de Alemania. Las consecuencias, para Alemania, Europa y el resto del mundo, fueron catastróficas, pero lo fueron aún más para los judíos europeos, víctimas de una campaña destinada a acabar con todos ellos, hecho que consideramos con toda justificación un acontecimiento excepcionalmente terrible de la historia moderna.

Desde el punto de vista local, Alemania sufrió su segunda derrota masiva y total del siglo XX. Éste fue el precio de la estupidez masiva y de la ambición desmesurada, pagado con las vidas de sus ciudadanos, estuviesen comprometidos directamente en crímenes terribles o caracterizados por la inocencia o la indiferencia moral. En un sentido más amplio, se sometió a otras personas a los compromisos, las indignidades y los horrores de la ocupación, los trabajos forzados y el régimen de esclavitud o el asesinato en masa en el caso de los judíos europeos, mientras que durante cuatro años los recursos humanos, culturales y productivos de las naciones aliadas hubieron de dedicarse a rechazar y destruir un régimen contrario a esos valores civilizados de tolerancia, humanidad y libertad que tanto apreciamos. Un 'arreglo rápido' de los múltiples problemas de Alemania desembocó al final en la muerte de unos cincuenta millones de personas en un conflicto de cuya herencia Europa ha tardado medio siglo en recuperarse, pues el proceso de curación y de reconciliación ha sido largo.

Legitimidad a una tiranía

Una de las múltiples ironías de esta historia es que la II Guerra Mundial prestó legitimidad política y moral nueva, pero espuria, a una tiranía soviética no menos implacable y sanguinaria. Pues lo que nosotros en Occidente (y muchos rusos) consideramos un enfrentamiento directo entre el bien y el mal parece menos categórico desde la perspectiva de, digamos, los bálticos, chechenos, tártaros de Crimea, croatas, polacos o ucranianos, para los que 1944-1945 no trajo liberación de la tiranía, sino varias décadas de opresión imperialista de la que al menos una de esas naciones aún está, después del cambio de siglo, luchando por liberarse. En este sentido, este libro trata del marco internacional más amplio de la Alemania nazi (y sus confederados ideológicos), algo que autores alemanes, por lo demás de mentalidad europea, y muchos de los que siguen sus huellas han menospreciado en su comprensible interés por su propio legado local. No hay una razón respetable por la que los programas intelectuales de las historias de este periodo hayan de elaborarse exclusivamente en Alemania, pese a que muchos investigadores allí hayan contribuido al conocimiento y a la interpretación de este triste periodo de su historia contemporánea, que, en un sentido profundo, no es su propia historia.

Aunque este libro contenga algunas ideas sobre los tremendos horrores de los que fueron responsables Hitler y sus subordinados, no se centra exclusivamente en el asesinato en masa, sobre el que tal vez haya menos misterio del que se sugiere a veces, prescindiendo de los sentidos en los que ese interés es en sí indicativo de un apetito decadente por lo morboso, que desgraciadamente forma parte del interés contemporáneo por el tema. El autor no pretende tener un conocimiento especial de los motivos de la participación individual en el asesinato y en el caos, aparte de los que han caracterizado esa conducta desde los inicios de la historia humana, y para lo que la literatura clásica, la Biblia, Shakespeare o Dostoievski son guías tan prácticas como las obras de cualquier historiador contemporáneo. En este sentido, el libro se despoja de cualquier pretensión desmesurada antes incluso de empezar a plantearla.

El Tercer Reich. Una nueva historia es, más bien, una crónica del desmoronamiento moral y la transformación a largo plazo, y más sutil, de una sociedad industrial avanzada, cuyas consecuencias fue capaz de predecir en parte antes de que nacieran en ella observadores astutos con un instinto para estas materias. Pero las masas, estimuladas por sectores irresponsables y egoístas de la élite, a los que el filósofo de la historia Eric Voegelin calificó memorablemente una vez como 'una chusma malvada', arremetieron contra la caridad, la razón y el escepticismo, depositando su fe en el personaje por lo demás ridículo de Hitler, cuya propia existencia miserable adquirió sentido cuando descubrió que su rabia contra el mundo era susceptible de una generalización indefinida. Muchos alemanes, pulverizados por la derrota y la crisis endémica, contemplaron la gama de poses cuidadosamente seleccionada de Hitler y vieron reflejada en ella aquella imagen de sí mismos que anhelaban. Tal como escribió en 1944 Konrad Heiden, el primer biógrafo de Hitler, y el más grande: 'La gente sueña y un adivino le cuenta lo que está soñando'. Digo 'muchos alemanes' porque hubo otros, como Heiden y Voegelin, a los que su instinto, su humanidad o su inteligencia les prohibieron esa suspensión del sentido crítico, o cuyos valores políticos o religiosos básicos les impidieron descender a la neobarbarie moral. Estos dos hombres acabaron sus días en el destierro, en Maryland y Luisiana, respectivamente, pero simbolizan a innumerables más, que acabaron en Brooklyn, en Florida o, para el caso, en Turquía. La existencia demostrable de esas personas hace aún más notoria la estupidez irresponsable de los que depositaron su fe en Hitler, y contradice sin duda una condena indiscriminada del pueblo alemán en general.

Aunque este libro se subtitule Una nueva historia, su enfoque conjunto tiene una larga genealogía intelectual, ya que no es en modo alguno la primera vez que se estudia el nazismo como una forma de religión política o de totalitarismo, aunque esos planteamientos no hayan vuelto a ponerse de moda hasta principios de los noventa. Sus ideas rectoras deben más a una serie de filósofos, politólogos e historiadores de la cultura y de las ideas que a la corriente general de los historiadores de este tema. En ese sentido, el libro reafirma una importante tradición intelectual, que busca identificar la esencia del fenómeno nazi por debajo de las anécdotas superficiales de si Hitler se acostó o no se acostó con su sobrina, de si quería a su perro o de si tenía planes para el duque y la duquesa de Windsor, asuntos relativamente triviales que Heiden y Voegelin habrían mirado con una indiferencia olímpica. Porque, por muy poco de moda que puedan estar, hay cuestiones intelectuales serias casi enterradas bajo la avalancha de trivialidades mórbidas, kitsch y populistas que genera este tema, y a la que no se ve final ni disminución ni siquiera sesenta años después, un tema que causa por sí solo un desasosiego creciente entre los observadores contemporáneos sensibles. Pero dejemos ya a un lado esas cavilaciones sobre nuestra propia época y nuestra cultura y pasemos a las ideas que han regido la estructura, los planteamientos básicos y el contenido de este libro.

Palabras insuficientes

La mayoría de nuestro vocabulario político está moldeado por la antigüedad clásica, que nos legó términos como democracia, despotismo, dictadura y tiranía. De vez en cuando esas palabras parecían insuficientes para describir ciertos acontecimientos polémicos, lo que impulsa a los comentaristas a buscar nuevos términos, a veces en vano. Alexis de Tocqueville expuso este problema cuando se esforzaba por describir la democracia estadounidense: 'Creo, por tanto, que el tipo de opresión que amenaza a las naciones democráticas es distinto a cualquier cosa que haya podido existir antes en el mundo; nuestros contemporáneos no hallarán ningún prototipo de ella en sus recuerdos. Busco en vano una expresión que transmita con exactitud la totalidad de la idea que me he formado de ella; los viejos términos tiranía y despotismo son inadecuados: la cosa misma es nueva, y puesto que no puedo nombrarla, debo intentar definirla'.

'El advenimiento de los regímenes bolchevique, fascista y nacionalsocialista a Rusia y Europa sucesivamente entre 1917 y 1933 llevó a muchos intelectuales contemporáneos a preguntarse si su terminología transmitía adecuadamente el alcance de las pretensiones de esos regímenes o los horrores de los que eran responsables'.

Costes colaterales

Por supuesto, muchos intelectuales no los veían en modo alguno como horrores, sino más bien como los costes colaterales de futuros supuestamente luminosos. En el verano de 1920, el filósofo inglés Bertrand Russell viajó a la Unión Soviética al amparo de una delegación del Partido Laborista inglés que visitaba el país. Después de aproximadamente un mes de estancia allí escribió: 'Yo no puedo compartir las esperanzas de los bolcheviques más que las de los anacoretas egipcios; ambas me parecen trágicas ilusiones falsas, destinadas a provocar siglos de oscuridad y de violencia inútil en el mundo... Los principios del Sermón de la Montaña son admirables, pero el efecto que produjeron en la naturaleza humana media fue muy distinto de lo que se pretendía. Los que siguieron a Cristo no aprendieron a amar a sus enemigos ni a poner la otra mejilla... Las esperanzas que inspiró el comunismo son, en lo fundamental, tan admirables como las que infundió el Sermón de la Montaña, pero se sostienen con igual fanatismo y es probable que hagan el mismo daño. La crueldad acecha en nuestros instintos, y el fanatismo es un camuflaje para la crueldad. Los fanáticos raras veces son auténticamente humanitarios, y aquellos a los que aterra la crueldad no se apresurarán a adoptar un credo fanático... La guerra ha dejado por toda Europa un estado de ánimo de desilusión y desesperación que pide a gritos una religión nueva como la única fuerza capaz de dar a los hombres la energía necesaria para vivir vigorosamente. El bolchevismo ha suministrado esta nueva religión'.

Sólo una década después se les ocurrirían ideas similares a otras personas que vivían en la Alemania nacionalsocialista. Por ejemplo, el 14 de julio de 1934, Victor Klemperer, el filólogo de Dresde cuyo diario se ha hecho famoso recientemente, analizaba con su esposa, Eva, un discurso de Hitler que atronaba en un altavoz de la calle. Klemperer comentó: 'La voz de un predicador fanático. Eva dice: Jan van Leyden. Yo digo: Rienzi', pues él optó por uno de los primeros héroes operísticos de Wagner.

Eva Klemperer no fue la única que estableció comparaciones entre Hitler y los sectarios anabaptistas del siglo XVI. La misma comparación se le ocurrió a otro autor de un diario, Friedrich Reck-Malleczewen, aristócrata misántropo que moriría luego en Dachau, y que en 1937 trazó un retrato de Hitler sólo levemente disfrazado del dirigente anabaptista Jan Böckelson, responsable de un reinado del terror en el Münster del siglo XVI. El libro se subtitulaba Historia de una locura masiva. Estas voces contemporáneas, y muchas más como ellas, volverán a aparecer a lo largo de este libro, pues a veces sus intuiciones penetrantes y su sensibilidad son de un orden más elevado de las de historiadores y otros comentaristas contemporáneos, más centrados en general en alguna teoría o dogma metodológico que en el espíritu de aquellos tiempos. La analogía con la religión se les ocurrió a aquellos que tenían una visión del mundo más serenamente secular que el dispéptico Reck-Malleczewen. En abril de 1937, un escritor anónimo redactó un notable informe para la dirección del Partido Socialdemócrata exiliada en Praga sobre la lucha entre los nazis y las Iglesias cristianas. Siguiendo a otro informador que había escrito anteriormente sobre el fascismo italiano y el nacionalsocialismo, el autor del informe comparaba explícitamente el nazismo con una religión secularizada. Llamaba al resultado un Estado-Iglesia o un Estado anti-Iglesia, con sus propios dogmas intolerantes, sus predicadores, sus ritos sagrados y sus expresiones elevadas que brindaban explicaciones totales del pasado, el presente y el futuro, al mismo tiempo que pedían a sus adeptos una dedicación inquebrantable. No bastaba la aquiescencia; esos regímenes exigían a sus poblaciones afirmación y entusiasmo constantes. Algunas de estas ideas se examinarán en esta introducción y a lo largo del libro, pero había algo más hacia lo que llamaba la atención el autor de ese informe de lo que tendremos que ocuparnos cuando sigamos la historia de la Alemania nazi desde la I Guerra Mundial hasta los inicios de la reconstrucción democrática germanooccidental de posguerra.

Metáfora expresiva

Ese informador acuñó una metáfora excepcionalmente expresiva para las transformaciones morales que estaba efectuando el nazismo, algo casi ausente en los modernos libros de historia, con esos conceptos procedentes de la ciencia social de que hay que liberarse de los juicios de valor, como si la ética estuviese emparentada con el moralizar en vez de ser algo intrínseco a la condición humana y a la reflexión filosófica sobre ella. Este informador comparaba el proceso de transformación moral de la sociedad alemana que se planteaba el nazismo con la reconstrucción del puente de una línea férrea. Los ingenieros no podían limitarse a demoler una estructura ya existente, debido a las repercusiones en el tráfico ferroviario. Lo que hacían en su lugar era ir renovando lentamente cada tornillo, viga y raíl, un trabajo que apenas si hacía levantar la vista de los periódicos a los pasajeros. Sin embargo, un día, se darían cuenta de que el viejo puente había desaparecido y que ocupaba su sitio una nueva estructura relumbrante. Nunca llegó a surgir nada tan coherente como una ética nazi, para rivalizar con, digamos, la ética judeocristiana o la utilitarista, y el racismo extremo carecía por definición de aplicabilidad universal. Pero los indicios eran, de todos modos, sumamente inquietantes. Los nazis, a diferencia del experimento soviético de ingeniería de almas, fueron una etapa más allá y pretendieron una ingeniería corporal y no sólo mental, aunque fuesen a menudo difíciles de distinguir las características inhumanas que ambos regímenes pretendieron inculcar, sobre todo a los jóvenes. Ese ataque a la decencia ocupará un lugar destacado en este libro. (...)

Este libro trata de lo que sucedió cuando sectores de las élites y las masas de gente normal y corriente decidieron renunciar en Alemania a sus facultades críticas individuales en favor de una política basada en la fe, la esperanza, el odio y una autoestima sentimental colectiva de su propia raza y nación. Es, por tanto, una historia muy del siglo XX.

Se aborda en él el colapso moral progresivo y casi total de una sociedad industrial avanzada del corazón de Europa, muchos de cuyos ciudadanos abandonaron la carga de pensar por sí mismos, en favor de lo que George Orwell describió como el ritmo de tamtan de un tribalismo de nuestro tiempo. Depositaron su fe en malvados que prometían un gran salto hacia un futuro heroico, con soluciones violentas a los problemas locales y generales de la sociedad moderna de Alemania. Las consecuencias, para Alemania, Europa y el resto del mundo, fueron catastróficas, pero lo fueron aún más para los judíos europeos, víctimas de una campaña destinada a acabar con todos ellos, hecho que consideramos con toda justificación un acontecimiento excepcionalmente terrible de la historia moderna.

Desde el punto de vista local, Alemania sufrió su segunda derrota masiva y total del siglo XX. Éste fue el precio de la estupidez masiva y de la ambición desmesurada, pagado con las vidas de sus ciudadanos, estuviesen comprometidos directamente en crímenes terribles o caracterizados por la inocencia o la indiferencia moral. En un sentido más amplio, se sometió a otras personas a los compromisos, las indignidades y los horrores de la ocupación, los trabajos forzados y el régimen de esclavitud o el asesinato en masa en el caso de los judíos europeos, mientras que durante cuatro años los recursos humanos, culturales y productivos de las naciones aliadas hubieron de dedicarse a rechazar y destruir un régimen contrario a esos valores civilizados de tolerancia, humanidad y libertad que tanto apreciamos. Un 'arreglo rápido' de los múltiples problemas de Alemania desembocó al final en la muerte de unos cincuenta millones de personas en un conflicto de cuya herencia Europa ha tardado medio siglo en recuperarse, pues el proceso de curación y de reconciliación ha sido largo.

Legitimidad a una tiranía

Una de las múltiples ironías de esta historia es que la II Guerra Mundial prestó legitimidad política y moral nueva, pero espuria, a una tiranía soviética no menos implacable y sanguinaria. Pues lo que nosotros en Occidente (y muchos rusos) consideramos un enfrentamiento directo entre el bien y el mal parece menos categórico desde la perspectiva de, digamos, los bálticos, chechenos, tártaros de Crimea, croatas, polacos o ucranianos, para los que 1944-1945 no trajo liberación de la tiranía, sino varias décadas de opresión imperialista de la que al menos una de esas naciones aún está, después del cambio de siglo, luchando por liberarse. En este sentido, este libro trata del marco internacional más amplio de la Alemania nazi (y sus confederados ideológicos), algo que autores alemanes, por lo demás de mentalidad europea, y muchos de los que siguen sus huellas han menospreciado en su comprensible interés por su propio legado local. No hay una razón respetable por la que los programas intelectuales de las historias de este periodo hayan de elaborarse exclusivamente en Alemania, pese a que muchos investigadores allí hayan contribuido al conocimiento y a la interpretación de este triste periodo de su historia contemporánea, que, en un sentido profundo, no es su propia historia.

Aunque este libro contenga algunas ideas sobre los tremendos horrores de los que fueron responsables Hitler y sus subordinados, no se centra exclusivamente en el asesinato en masa, sobre el que tal vez haya menos misterio del que se sugiere a veces, prescindiendo de los sentidos en los que ese interés es en sí indicativo de un apetito decadente por lo morboso, que desgraciadamente forma parte del interés contemporáneo por el tema. El autor no pretende tener un conocimiento especial de los motivos de la participación individual en el asesinato y en el caos, aparte de los que han caracterizado esa conducta desde los inicios de la historia humana, y para lo que la literatura clásica, la Biblia, Shakespeare o Dostoievski son guías tan prácticas como las obras de cualquier historiador contemporáneo. En este sentido, el libro se despoja de cualquier pretensión desmesurada antes incluso de empezar a plantearla.

El Tercer Reich. Una nueva historia es, más bien, una crónica del desmoronamiento moral y la transformación a largo plazo, y más sutil, de una sociedad industrial avanzada, cuyas consecuencias fue capaz de predecir en parte antes de que nacieran en ella observadores astutos con un instinto para estas materias. Pero las masas, estimuladas por sectores irresponsables y egoístas de la élite, a los que el filósofo de la historia Eric Voegelin calificó memorablemente una vez como 'una chusma malvada', arremetieron contra la caridad, la razón y el escepticismo, depositando su fe en el personaje por lo demás ridículo de Hitler, cuya propia existencia miserable adquirió sentido cuando descubrió que su rabia contra el mundo era susceptible de una generalización indefinida. Muchos alemanes, pulverizados por la derrota y la crisis endémica, contemplaron la gama de poses cuidadosamente seleccionada de Hitler y vieron reflejada en ella aquella imagen de sí mismos que anhelaban. Tal como escribió en 1944 Konrad Heiden, el primer biógrafo de Hitler, y el más grande: 'La gente sueña y un adivino le cuenta lo que está soñando'. Digo 'muchos alemanes' porque hubo otros, como Heiden y Voegelin, a los que su instinto, su humanidad o su inteligencia les prohibieron esa suspensión del sentido crítico, o cuyos valores políticos o religiosos básicos les impidieron descender a la neobarbarie moral. Estos dos hombres acabaron sus días en el destierro, en Maryland y Luisiana, respectivamente, pero simbolizan a innumerables más, que acabaron en Brooklyn, en Florida o, para el caso, en Turquía. La existencia demostrable de esas personas hace aún más notoria la estupidez irresponsable de los que depositaron su fe en Hitler, y contradice sin duda una condena indiscriminada del pueblo alemán en general.

Aunque este libro se subtitule Una nueva historia, su enfoque conjunto tiene una larga genealogía intelectual, ya que no es en modo alguno la primera vez que se estudia el nazismo como una forma de religión política o de totalitarismo, aunque esos planteamientos no hayan vuelto a ponerse de moda hasta principios de los noventa. Sus ideas rectoras deben más a una serie de filósofos, politólogos e historiadores de la cultura y de las ideas que a la corriente general de los historiadores de este tema. En ese sentido, el libro reafirma una importante tradición intelectual, que busca identificar la esencia del fenómeno nazi por debajo de las anécdotas superficiales de si Hitler se acostó o no se acostó con su sobrina, de si quería a su perro o de si tenía planes para el duque y la duquesa de Windsor, asuntos relativamente triviales que Heiden y Voegelin habrían mirado con una indiferencia olímpica. Porque, por muy poco de moda que puedan estar, hay cuestiones intelectuales serias casi enterradas bajo la avalancha de trivialidades mórbidas, kitsch y populistas que genera este tema, y a la que no se ve final ni disminución ni siquiera sesenta años después, un tema que causa por sí solo un desasosiego creciente entre los observadores contemporáneos sensibles. Pero dejemos ya a un lado esas cavilaciones sobre nuestra propia época y nuestra cultura y pasemos a las ideas que han regido la estructura, los planteamientos básicos y el contenido de este libro.

Palabras insuficientes

La mayoría de nuestro vocabulario político está moldeado por la antigüedad clásica, que nos legó términos como democracia, despotismo, dictadura y tiranía. De vez en cuando esas palabras parecían insuficientes para describir ciertos acontecimientos polémicos, lo que impulsa a los comentaristas a buscar nuevos términos, a veces en vano. Alexis de Tocqueville expuso este problema cuando se esforzaba por describir la democracia estadounidense: 'Creo, por tanto, que el tipo de opresión que amenaza a las naciones democráticas es distinto a cualquier cosa que haya podido existir antes en el mundo; nuestros contemporáneos no hallarán ningún prototipo de ella en sus recuerdos. Busco en vano una expresión que transmita con exactitud la totalidad de la idea que me he formado de ella; los viejos términos tiranía y despotismo son inadecuados: la cosa misma es nueva, y puesto que no puedo nombrarla, debo intentar definirla'.

'El advenimiento de los regímenes bolchevique, fascista y nacionalsocialista a Rusia y Europa sucesivamente entre 1917 y 1933 llevó a muchos intelectuales contemporáneos a preguntarse si su terminología transmitía adecuadamente el alcance de las pretensiones de esos regímenes o los horrores de los que eran responsables'.

Costes colaterales

Por supuesto, muchos intelectuales no los veían en modo alguno como horrores, sino más bien como los costes colaterales de futuros supuestamente luminosos. En el verano de 1920, el filósofo inglés Bertrand Russell viajó a la Unión Soviética al amparo de una delegación del Partido Laborista inglés que visitaba el país. Después de aproximadamente un mes de estancia allí escribió: 'Yo no puedo compartir las esperanzas de los bolcheviques más que las de los anacoretas egipcios; ambas me parecen trágicas ilusiones falsas, destinadas a provocar siglos de oscuridad y de violencia inútil en el mundo... Los principios del Sermón de la Montaña son admirables, pero el efecto que produjeron en la naturaleza humana media fue muy distinto de lo que se pretendía. Los que siguieron a Cristo no aprendieron a amar a sus enemigos ni a poner la otra mejilla... Las esperanzas que inspiró el comunismo son, en lo fundamental, tan admirables como las que infundió el Sermón de la Montaña, pero se sostienen con igual fanatismo y es probable que hagan el mismo daño. La crueldad acecha en nuestros instintos, y el fanatismo es un camuflaje para la crueldad. Los fanáticos raras veces son auténticamente humanitarios, y aquellos a los que aterra la crueldad no se apresurarán a adoptar un credo fanático... La guerra ha dejado por toda Europa un estado de ánimo de desilusión y desesperación que pide a gritos una religión nueva como la única fuerza capaz de dar a los hombres la energía necesaria para vivir vigorosamente. El bolchevismo ha suministrado esta nueva religión'.

Sólo una década después se les ocurrirían ideas similares a otras personas que vivían en la Alemania nacionalsocialista. Por ejemplo, el 14 de julio de 1934, Victor Klemperer, el filólogo de Dresde cuyo diario se ha hecho famoso recientemente, analizaba con su esposa, Eva, un discurso de Hitler que atronaba en un altavoz de la calle. Klemperer comentó: 'La voz de un predicador fanático. Eva dice: Jan van Leyden. Yo digo: Rienzi', pues él optó por uno de los primeros héroes operísticos de Wagner.

Eva Klemperer no fue la única que estableció comparaciones entre Hitler y los sectarios anabaptistas del siglo XVI. La misma comparación se le ocurrió a otro autor de un diario, Friedrich Reck-Malleczewen, aristócrata misántropo que moriría luego en Dachau, y que en 1937 trazó un retrato de Hitler sólo levemente disfrazado del dirigente anabaptista Jan Böckelson, responsable de un reinado del terror en el Münster del siglo XVI. El libro se subtitulaba Historia de una locura masiva. Estas voces contemporáneas, y muchas más como ellas, volverán a aparecer a lo largo de este libro, pues a veces sus intuiciones penetrantes y su sensibilidad son de un orden más elevado de las de historiadores y otros comentaristas contemporáneos, más centrados en general en alguna teoría o dogma metodológico que en el espíritu de aquellos tiempos. La analogía con la religión se les ocurrió a aquellos que tenían una visión del mundo más serenamente secular que el dispéptico Reck-Malleczewen. En abril de 1937, un escritor anónimo redactó un notable informe para la dirección del Partido Socialdemócrata exiliada en Praga sobre la lucha entre los nazis y las Iglesias cristianas. Siguiendo a otro informador que había escrito anteriormente sobre el fascismo italiano y el nacionalsocialismo, el autor del informe comparaba explícitamente el nazismo con una religión secularizada. Llamaba al resultado un Estado-Iglesia o un Estado anti-Iglesia, con sus propios dogmas intolerantes, sus predicadores, sus ritos sagrados y sus expresiones elevadas que brindaban explicaciones totales del pasado, el presente y el futuro, al mismo tiempo que pedían a sus adeptos una dedicación inquebrantable. No bastaba la aquiescencia; esos regímenes exigían a sus poblaciones afirmación y entusiasmo constantes. Algunas de estas ideas se examinarán en esta introducción y a lo largo del libro, pero había algo más hacia lo que llamaba la atención el autor de ese informe de lo que tendremos que ocuparnos cuando sigamos la historia de la Alemania nazi desde la I Guerra Mundial hasta los inicios de la reconstrucción democrática germanooccidental de posguerra.

Metáfora expresiva

Ese informador acuñó una metáfora excepcionalmente expresiva para las transformaciones morales que estaba efectuando el nazismo, algo casi ausente en los modernos libros de historia, con esos conceptos procedentes de la ciencia social de que hay que liberarse de los juicios de valor, como si la ética estuviese emparentada con el moralizar en vez de ser algo intrínseco a la condición humana y a la reflexión filosófica sobre ella. Este informador comparaba el proceso de transformación moral de la sociedad alemana que se planteaba el nazismo con la reconstrucción del puente de una línea férrea. Los ingenieros no podían limitarse a demoler una estructura ya existente, debido a las repercusiones en el tráfico ferroviario. Lo que hacían en su lugar era ir renovando lentamente cada tornillo, viga y raíl, un trabajo que apenas si hacía levantar la vista de los periódicos a los pasajeros. Sin embargo, un día, se darían cuenta de que el viejo puente había desaparecido y que ocupaba su sitio una nueva estructura relumbrante. Nunca llegó a surgir nada tan coherente como una ética nazi, para rivalizar con, digamos, la ética judeocristiana o la utilitarista, y el racismo extremo carecía por definición de aplicabilidad universal. Pero los indicios eran, de todos modos, sumamente inquietantes. Los nazis, a diferencia del experimento soviético de ingeniería de almas, fueron una etapa más allá y pretendieron una ingeniería corporal y no sólo mental, aunque fuesen a menudo difíciles de distinguir las características inhumanas que ambos regímenes pretendieron inculcar, sobre todo a los jóvenes. Ese ataque a la decencia ocupará un lugar destacado en este libro. (...)

El autor del libro, Michael Burleigh.
El autor del libro, Michael Burleigh.

La mentalidad redentora-revolucionaria

QUIEN FUNDIÓ totalitarismo y religiones políticas de una forma más sistemática fue Jacob Talmon, aunque los hay que dicen que sus propias elaboraciones monumentales parecen construcciones totalitarias por su carencia de caminos laterales y de cabos sueltos. Talmon -como muchos historiadores inducidos por la urgencia de los acontecimientos de su propia época antes que por imperativos olímpicos a explicar cómo fueron éstos- encontró los orígenes del sesgo criminal que adoptó la Revolución Rusa en la fase jacobina de la Revolución Francesa, que él calificó de 'democracia totalitaria'. En otras palabras, estaba inspirado en parte por la búsqueda de los orígenes del despotismo democrático de Tocqueville. Talmon aplicó un método psicoanalítico a la mentalidad redentora-revolucionaria que, en su opinión, sustentaba varias causas radicales, y que consistía para él en la imposición del mundo de lo que debiera ser sobre la realidad. Su trilogía empezaba, polémicamente, con Rousseau y el argumento de la voluntad general del pueblo, a la que nada podía oponerse; y concluía, con mayor transparencia, con Robespierre, Saint-Just y Babeuf, y sus estratagemas totalitarias cada vez más demenciales para conseguir que la obstinada realidad se ajustase a lo que él llamó su 'esbozo a lápiz' del mundo ideal. Según Talmon, una élite revolucionaria clarividente adivinaba la voluntad general y la dirección de la historia, dando a luz con la guillotina su visión universal de la felicidad hasta que aquella 'felicidad' que habían creado les destruyó. Talmon comparó esta primera democracia totalitaria con el pragmatismo liberal, considerando que eran los dos producto de la Ilustración. Aparte de su falta de interés por las ilustraciones holandesa, inglesa, alemana, escocesa o virginiana, no otorgó la consideración debida a lo mucho que la democracia parlamentaria se basó también en instituciones, ideas e intuiciones muy anteriores al siglo XVIII, como cuando aportó un acuerdo sobre fiscalidad o defensa frente a los ataques monárquicos originales contra derechos y privilegios anteriores. Pero, en fin, Talmon era un hombre de ideas más que de impuestos o de privilegios. Le desconcertaba también el nacionalismo. Hablaba poco de sus variedades cosmopolitas de la 'Primavera de las naciones', prefiriendo más bien destacar (con la experiencia del nazismo en mente) sus formas racialmente excluyentes y mesiánicas, que fundía con la veta más internacionalista de democracia totalitaria que había sido durante todo el tiempo su centro de interés.

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