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Tragedia en Buenos Aires

Un niño muere a la salida de un campo de fútbol de un balazo en la cabeza

A la salida de un campo de fútbol, en un barrio suburbano, la barra brava rival que pasa por la calle, insultos, un hombre armado responde, sale de su casa, dispara, y un niño de 11 años cae y agoniza con un balazo en la cabeza. Así te juegas la vida hoy en la periferia de Buenos Aires. La excusa es el fútbol, pero la rabia de la violencia es la espuma en la boca de los millones de ciudadanos desocupados, hambrientos, desesperados. Néstor Galarza, el pequeño herido el pasado lunes por la tarde, murió ayer por la mañana.

El padre temía algo y no quería que fuera a ver al Deportivo Merlo, que debía enfrentarse al Estudiantes en su campo de Caseros, al oeste de Buenos Aires. El equipo se jugaba tres puntos importantes para evitar el descenso de la Segunda B a la categoría C, cuando restan tres jornadas para el final. La B Metropolitana, como la llaman, es un torneo que enfrenta a los antiguos y tradicionales clubes sociales de barrio de la capital y pueblos del gran Buenos Aires. Cada uno de ellos tiene su campo propio, su sede, y su barra de fieles seguidores estimada entre mil y dos mil personas según como les vaya en el campeonato. El ganador asciende a la Segunda B Nacional, en la que se lucha luego por llegar a la primera A, la del River, el Boca y los demás.

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La policía no consideraba de alto riesgo el encuentro porque no se trataba de un clásico, no serían más de 2.000 personas y además las barras de ambos equipos decían ser 'amigas'. Antes de entrar al campo se tomaron varias cervezas juntas. Pero el padre no le dejaba ir a Néstor. Algo, adentro, le remordía el pecho. El tío fue quien insistió y se hizo cargo.

El Deportivo perdió 3-5 después de ir venciendo 2-0. Parecía que el Estudiantes se entregaba y le hacía un favor, pero no. Una pena. Se insultaron de rutina, 'hijos de puta/ la puta que te parió', pero adentro no pasó nada más. En la calle, a cincuenta metros del campito, gritando como de costumbre, pateando coches estacionado, tirando piedras, todo tranquilo, se cruzaron con Daniel Auterio, un hincha del Estudiantes que les devolvió la bronca, gritó 'se van para la C/ se van para la C', y se refugió en su casa. Se enfrentaron con él y de pronto le vieron salir armado con una nueve milímetros. Nada fuera de lo común.

Hace tiempo ya que los vecinos se arman para defenderse de los robos en el gran Buenos Aires. Pero este tipo disparó tres veces contra el grupo de exaltados. Y Néstor cayó. Quedó allí, tirado, inmóvil. Le salía sangre de la cabeza. Llegó la policía, trasladó al chico al hospital y otro coche patrulla rescató a Auterio de las manos de los fanáticos que iban a lincharle allí mismo. 'Que se muera, porque no creo que esté arrepentido. Se tiene que hacer justicia, porque mi hijo estará bajo tierra y no voy a poder tenerlo más', declaró desconsolado Tomás Galarza, padre del niño asesinado.Las 'barras' de ambos equipos volvieron a reunirse por la noche frente a la comisaría, reclamaban la entrega del asesino para hacer justicia por mano propia. Néstor, trasladado de urgencia al hospital nacional de Pediatría en la Capital Federal, agonizaba. Murió ayer por la mañana.

La violencia ya no es inherente a la pasión que despierta el juego. La muerte de un aficionado, como ocurrió también en la provincia de Santa Fe el último fin de semana, es una consecuencia que comienza a aceptarse como natural. Tan natural como la de los 20 ciudadanos de Buenos Aires que cada día mueren, en promedio, a causa de robos, crímenes y asesinatos.

Y no es sólo eso. El domingo, cuando el Nueva Chicago se libró de la disputa por la permanencia en Primera, cientos de personas fuera de sí entraron al campo dos minutos antes del final para saquear a los jugadores de su equipo. En grupos de cinco o seis rodeaban a cada uno, le tumbaban y le quitaban todo hasta dejarle en pelotas. Los fanáticos se peleaban entre sí por cualquier prenda. Entre los forcejeos se oyó gritar de dolor a un jugador al que le retorcían el tobillo en un intento de quitarle las botas sin desajustar los cordones.

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