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Columna
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La novela de Salinas

Vicente Molina Foix

'Las cartas de amor, si hay amor, / tienen que ser / ridículas'. Tiene razón Pessoa en estos versos, pero el amor y la literatura no le hacen caso. (Tampoco se hizo caso él, pues en el mismo poema firmado con el yo de Álvaro de Campos añade: 'Sólo las criaturas que nunca han escrito / cartas de amor / son las que son / ridículas'). Acabo de leer el más maravilloso libro ridículo del año, Cartas a Katherine Whitmore, de Pedro Salinas, publicado en una bella edición por Tusquets. A su autor no lo tenemos por ningún ridículo, sino más bien por uno de los más grandes poetas y críticos literarios del siglo XX. Lo que pasa es que un día del verano de 1932 este respetadísimo profesor cuarentón, casado y con dos hijos, conoce en sus aulas a una hermosa alumna norteamericana que ya ha cumplido los 30, y entre los dos se inicia una relación erótica tan crucial para la historia de sus corazones como para la de la poesía, ya que al menos dos de los libros centrales de la obra de Salinas, La voz a ti debida y Razón de amor, debían su inspiración -se dijo siempre- al estallido emocional de aquel gran amor.

Siempre. Este libro tiene leyenda. De siempre se rumoreaba que había unas cartas tórridas mandadas por el gran hombre circunspecto del 27 a su alumna. Ahora que las leemos sabemos (muy bien explicado por el compilador y prologuista, Enric Bou) que, gracias al consejo de Jorge Guillén, la después también profesora Whitmore no destruyó la parte del epistolario que Salinas le dirigió, aunque sí desaparecieron, se ignora cómo, las de ella a él. Donadas finalmente por Whitmore a la Universidad de Harvard, fueron primero, tras su muerte en 1982, abiertas para consulta, y ahora publicadas en una selección que recoge un tercio de las 354 cartas escritas entre 1932 y 1947 por el poeta.

Quien espere una leyenda morbosa se encontrará algo mejor: una conmovedora novela amorosa de 400 páginas, en una prosa lírica y nítida, intensa, reflexiva, humorística, tensada por el deseo de mantener con palabras el curso de la pasión, ese hecho ridículo que nos sorprende -y no a todos- quizá una vez en la vida. El narrador es el protagonista supremo, y en este libro le acabamos conociendo tan bien como en la mejor biografía. Un 'disconforme con el nivel' de su tiempo, de su país, de su propia vida anclada o escorada hacia la más ilustre rutina, y a quien la bella extranjera seduce, trastorna, eleva y da un permanente sentido vital. Vemos al protagonista Salinas cumpliendo con sus deberes académicos y familiares, observando el medio literario en el que se mueve (con inesperada crueldad a veces, como en la viñeta sobre Altolaguirre y su mujer, Concha Méndez), yendo al cine, siendo coqueto ante unos celos de su amada, y siendo sobre todo inteligente de lo que otros escriben (las novelas de Azorín, por ejemplo) y lo que pasa a su alrededor. No se olvide que esta novela sucede en un tiempo movido y romántico, y la guerra y los exilios la atraviesan inexorablemente. Salinas abandona en mitad del epistolario su 'pobre España', un país donde 'no se encuentra gente para nada, como no sea para tomar cerveza', y nuestra guerra civil le hace escribir comentarios muy duros y ciertos sobre la neutralidad europea, el general Franco o las absurdas rencillas de los escritores republicanos refugiados en Latinoamérica. (Un viaje a México en 1938 también le hace, por desgracia, caer en un feo arrebato de machismo hispano, atacando al grupo de poetas locales 'enemigos de las mujeres', es decir, prendidos a la 'aberración' homosexual o al 'viejo vicio azteca'. En esto un hombre tan alerta y refinado como Salinas no se distingue de la retrógrada manía homofóbica de otros compañeros de generación como Guillén o Dámaso Alonso, no sé si pese o por la presencia dominante en el 27 de los poetas homosexuales Lorca, Cernuda y Aleixandre).

¿Cuánto duró la peripecia amorosa? Apenas importa. Cuando Katherine, sabiendo que él no abandonará a su familia, se casa a su vez y termina la relación física, la voz sigue debida a ella. Las cartas finales, meláncólicas, generosas, aún exaltadas por la necesidad de amar, nos hacen sentir -a través del hombre ya cercano a la muerte que las escribe- que la sublime ridiculez del amor puede trascender más que el cuerpo de los amantes.

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